domingo, 6 de noviembre de 2011

Mi primera maratón (Nueva York, 2008)

Relato de una primera maratón, con el sincero deseo que pueda servir a todos
aquellos que aman correr sin ser atletas profesionales




                                                MARATON






Antes de la carrera



      Nunca he corrido una maratón. Siempre lo he deseado y conforme pasaban los años mi respeto hacia esta prueba, porque prueba es la palabra, iba creciendo hasta alcanzar el umbral del miedo. Pero mi espíritu se encaminaba a ella puesto que siempre me ha gustado correr. El pediatra le decía a mi madre que su pequeño poseía condiciones físicas fuera de lo común. Conforme fui creciendo jugué al baloncesto, nadé, hice ciclismo, surf, tenis y mucho fútbol. Pero jamás dejé de correr. Mi preparación para la maratón fue de ‘andar por casa’. Pedía consejos furtivos y a ratos en mi trabajo husmeaba por Internet. Raras ocasiones había corrido más de media maratón, así que dos meses antes aumenté progresivamente la distancia. Fue esa toda mi preparación. Lo máximo: tres horas corriendo. La distancia en aquella ocasión la desconozco. Quizá fueron 33 kilómetros. Los cubrí. Con dificultad, pero regresé a casa esa noche. Precisamente las tardes y las noches han sido siempre los tramos del día que he podido rescatar para correr. Para disfrutar.
    Sonreía y pensaba durante el trote. Creaba. Me venían ideas que luego me sirven para escribir. Cerca de la fecha de la prueba logré salir a correr varias veces al mediodía. Raras veces antes de comer. Jamás antes de las 10.30 h. Señalo esa hora pues esa iba a ser la hora que escucharía el “New York, New York” de Sinatra en Staten Island. Con esa preparación viajé a la Gran Manzana junto a Fernando, un amigo y corredor, y nuestras parejas. Una vez allí cometimos el inevitable error del incombustible pateo del turista que sale del hotel a las 9 de la mañana y ya no para hasta la noche. La ciudad es grande. Preciosa. Espectacular. No terminas de verla y de asombrarte con lo próximo de sus habitantes, sin duda lo mejor que tiene, aunque nadie lo comente. El caso es que la víspera, el sábado 1 de noviembre, me encontré con las plantas de los pies machacadas pese a las ‘trecking’ de buena marca que me había enfundado desde que abandoné Valencia. Me negué en redondo a caminar ese día más allá de la manzana que rodeaba nuestro hotel (en la 45W, pegado a Times Square, gracias a Dios. Y al dinero que me costó, qué coño).
    Como todas las noches, cenamos pasta y nos acostamos pronto. A las 5.10 AM mi compañero vendría a la recepción del hotel y de ahí marcharíamos al punto de reunión con la organización española que nos trasladaría a los corredores hasta la salida en Staten Island. El ‘susto’ me llegó con el cambio de hora que se producía, precisamente, la madrugada del sábado al domingo. No había otra noche en todo el otoño para cambiar la puta hora... Creí ajustar bien mi reloj (el móvil) pero mi error fue que puse las 4 h. cuando eran las 16 h. De tal modo que mi alarma no hubiera sonado hasta las cuatro de la tarde del domingo. Me salvó que soy un ‘paranoïas’ y a las 4.25 de la madrugada me desperté. Se escuchaba tráfico en la calle. Pensé ‘Hostia, la he cagado. Toda la vida deseando correr la maratón de NY y me quedo sobando. Me cago en mi puta vida... Encendí la tele para ver la hora de la CNN. Menos mal...  Las 4.10. Me cambié del tirón. Mi novia se despertó y me echó algunas fotos. Me deseó suerte y desaparecí en el silencio del hotel como un amante que abandona la alcoba de madrugada. Al poco apareció mi amigo Fernando en la recepción del hotel. Y allá marchamos.
    Una hilera de autobuses cubría todo un carril de la Quina Avenida. Y la Quinta Avenida es muy larga. Comencé a hacerme una idea de la enorme cantidad de corredores de todo el mundo que habrían acudido a NY (la noche de antes los  restaurantes de la ciudad ofrecen ‘menú del corredor’, es una pasada ver cómo se vuelca toda la urbe). De acá para allá corredores solitarios, como nosotros, atravesando la noche con la mirada excitada y tensa. Nadie se saludaba. Se respiraba cierto ambiente de clandestinidad. Nos reunimos con el resto de españoles de nuestra agencia organizadora (muy mediocre, por cierto) en un hotel que da a la misma calle por donde malcorrería la última milla de la prueba. Justo en la base sur de Central Park. El traslado en autobús fue más bien silencioso. Fernando y yo soltábamos algún chiste de vez en cuando para romper la pesadez del momento. Pensaba que el trayecto sería más corto. Brooklyn me pareció sórdido y gris a esa hora de la madrugada. Y frío. Como una novela negra. Hacían seis o siete grados.
    El puente de Verrazano. “Ya estamos nano”, le dije a Fernando. Antes de que el autobús alcanzara el otro extremo del puente me giré para mirar a través del cristal. La estatua de la Libertad, localizada lo más al sur de Manhattan, se divisaba muy lejos. “Nano, Manhattan está a tomar por culo de aquí...”.



Staten Island




      Los autobuses formaron un monumental atasco. Y eso que la policía todavía no había cortado el tráfico en el puente de VERRAZANO. Avanzábamos con la lentitud con la que se avanza en los atascos: escasos metros en nuestro carril y largos trancos los de los carriles vecinos. El conductor debió pensar: ‘Hasta aquí hemos llegado, que se bajen aquí estos tarados’. Resopló el sistema hidráulico de las puertas en la fría mañana. Nos sumamos a la hilera desordenada que formaban los demás corredores por el arcén, en sentido contrario al de los autobuses. El frío riachuelo de zapatillas caras pronto se adentró en la descomunal zona de espera en FORT WADSWORTH. La organización de la maratón demostraba ahí su buena organización. Te levantas la sudadera para que vean tu dorsal y evitar así que se cuelen intrusos en el lugar. La zona de espera se seccionaba en tres parcelas: azul, naranja y verde.
     7.30 AM. Como hasta las 9.30 AM Fernando no debía acudir a su zona azul (él salía a las 10 h.) para sumarse a su ‘wave’ de salida, permanecimos juntos hasta entonces matando el rato. Desayunamos por segunda vez comida que nos habíamos traído del hotel. La organización daba donuts y café. Comentarios sobran. El viento de mar soplaba empujando esos seis grados de temperatura hasta estrellarse con las piernas, manos y brazos de los corredores. Todos buscamos cobijo en cualquier lugar, pues las carpas se colapsaron de inmediato. Franceses e italianos formaban las nacionalidades más numerosas entre los extranjeros. A eso de las nueve de la mañana la gente empezaba a estirar los músculos. Muchos salieron de los sacos de dormir que se habían llevado. Yo hubiera sido incapaz de pegar ojo. Gracias a Dios el sol acariciaba desde hacía unos minutos.
     Contemplaba con asombro la sorprendente nómina de productos que salieron a la vista conforme llegaba la hora. Cremas en sistema roll-on para las falanges, otras que se frotaban en las piernas a modo de friegas, descomunales relojes digitales que comenzaban a programarse, pulseras con tiempos de paso inscritos a cada milla, cinturones ‘militares’ con líquidos que ni aún ahora sé que suministraban a lo largo de la carrera... Me pareció llegar con una vespino al circuito de Jerez. Yo sólo llevaba una cinta para el pelo. Parecía el paleto que llega a la gran ciudad, pero era todo lo que me quedaba por poner para acompañar mis Saucony (el monopolio de Asics era indiscutible), mi pantalón corto, mi camiseta y la sudadera que jubilaría durante la carrera. Dieron las 9.30 h. Fernando y yo nos abrazamos. Le pedí un poco de vaselina para el pecho. Nos volvimos a abrazar y nos deseamos suerte. Él salía media hora antes que yo. Ya había corrido una maratón. Los dos sabíamos que ya no nos veríamos hasta Central Park. Hasta las 10.30 h me dediqué a errar por mi zona de espera. La verde. No dejaba de beber. En total iría unas seis veces al baño. No tanto por los nervios sino por evitar la incomodísima situación de tener que sentarte en el WC a mitad carrera.
     Minutos antes de las 10.30 h. Fort Wadsworth parecía casi desierto. La banda de rock contratada para amenizar recogía sus instrumentos y el cura de la capilla  (“You will be on the Bridge and God watchs you!!” estuvo martilleando el joven y voluntarioso sacerdote contratado por la organización) hacía una hora que estaría desayunando en la cocina de su hogar. Esto parecía la explanada del FIB al final de una jornada. Pero ahí quedábamos los que no habíamos acreditado marca alguna. La ‘borregada’. En lo alto de un edificio varios agentes de policía, vestidos como los SWAT, vigilaban el entorno con sus metralletas, cascos de campaña y petos antibalas. Un helicóptero iba de aquí para allá. Son unos numereros pero, las cosas como son, yo me sentía seguro.
    La gente apuraba para ir por última vez a los aseos móviles. Casi todos se fueron desprendieron de los últimos chándales y sudaderas, los que no habían guardado en los furgones de UPS de la organización,  arrojándolos al suelo para formar un acolchada terraplén que se extendía durante metros hasta la línea de salida. Los unos nos hacinamos contra los otros. Tenía unas ganas tremendas de alcanzar el punto de salida y empezar a correr. Llevaba seis horas despierto. Apuré hasta el final para ponerme la cinta del pelo. Y sonó el “New York, New York”. Había leído en Internet que cuando eso ocurre te invade una sensación de adrenalina. Y así es. A mí me recordó a Biarritz cuando te levantaba una de esas olas que sabes que no va a volver a aparecer hasta la marea de la tarde. Quizá ya no más en todo el verano. Con el ‘biiiiiiiip’ al pisar el primer control de los chips de carrera empezó mi maratón.



Brooklyn




     Las primeras sensaciones fueron muy buenas. Me notaba en buen estado de forma. Las piernas respondían bien y el viento de costado que se colaba por el esqueleto de Verrazano no me incomodaba. Era fresco y la temperatura escasa, pero no supusieron un problema. La única molestia la llevaba en la presión de la zapatilla izquierda. Fernando me había dicho que me las apretara más fuerte de lo habitual porque el desgaste las iría aflojando un poco. Pero el ‘chip’ instalado en mi zapatilla derecha no me permitía tensar los cordones tantos como los de la izquierda, de tal modo que la diestra fue como la he llevado siempre que he corrido, pero la izquierda más tensa. Descompensado. Me incomodaba. Tanto fue así que cuando terminé la maratón me salió un moratón en la uña del dedo gordo (como si me hubieran pisado). Dudé en pararme y aflojármela un poco. ‘Paso de pararme ahora, da igual’,  pensé. La ilusión me hacía volar, incluso me permitía zancadas de manual enardecido por la lejana estampa, a mi izquierda divisaba la Estatua de la Libertad. ‘Nano, estás corriendo la maratón de NY’. La milla de extensión del puente apenas me resultó pesada. Hay que tener en cuenta que es el primero de los cuatro puentes que debería atravesar. Sabía que los demás no vendrían tan cómodos. Aunque éste era el más largo, ahora mis piernas andaba muy frescas.
    Apenas salir del puente vi muchos se arrimaron al lado derecho para orinar. ‘ ¡¿Ya?!’, pensé extrañado. Me sorprendió ver a las pudorosas mujeres a cuclillas, arremangándose las bragas de un tirón, como si subieran un capazo de patatas. Bragas bajo, meadas rápida, bragas de una sacudida arriba, y al trote. Muy marcial. Los había que se dedicaban a hacerse fotos y posar en el puente con la cuña del sur de Manhattan. Alguno había que afrontaba la maratón a pie desde el inicio. La verdad, había de todo.
     Primer punto de bebida de la organización. No tenía sed. Creo que era la milla 2 o la 3. “Nano, bebe aunque no tengas sed”, me había aconsejado Fernando. Me acerqué al puesto y cogí uno de los vasos de plástico con gatorade. Tras dos fallidos intentos de beber mientras corría resolví detenerme a cada vez por no entrar en Manhattan con una mascarilla exfoliante de bebida isotónica en el careto. La verdad, nunca me ha gustado la idea de desconectar la maquinaria de carrera, pero hice bien en hacerlo.
     Algo de gente animaba a los lados y por las pasarelas de tráfico. Todavía era pronto y el recorrido avanzaba por un barrio inhóspito de Brooklyn. El verdadero festival aparecería en la 4ª Avenida. Antes la carrera se dividía en dos pequeños circuitos paralelos que confluían en esa larga avenida a fin de no sobrecargar (todavía más) de corredores la carrera. Uno de ellos,  de unos 65 años, había serigrafiado en su camiseta ‘Hace unos meses pensé que esto sería una buena idea’. Otro, holandés, se le acercó y le dijo ‘¿Todavía es una buena idea?’. El hombre no le contestaba. El holandés, con la sonrisa puesta, le volvió a preguntar. El hombre levantó la cabeza y suspiró “No puedo hablar...”. Las historias personales recorren las 40.000 camisetas que riegan las calles de NY durante la maratón: apoyo a la lucha contra el cáncer, la esclerosis, ayudas a orfanatos, padres de familia que lo hacen por su mujer e hijos (familia retratada en la pechera de la camiseta), bomberos con el uniforme reglamentario de trabajo, inválidos que hacen la prueba acompañados por miembros especializados... pero el que más me impactó fue el de un hombre que anunciaba en la parte trasera de su camiseta los meses de vida que le quedaban: ‘Esto lo hago por ti Mary y por todo el amor que me has dado en mi vida’. Un escalofrío me hizo sentir la humanidad en toda su desnudez. Como hacía largo no había visitado. Fue el primero de varios momentos emotivos en la carrera.
    Se trata de instantes que brotan del zapatilleo de mis ‘compañeros’ de carrera pero también de la gente de NY. Gente que un domingo por la mañana se levanta pronto y saca sus electrodomésticos para animar y alimentar a completos desconocidos que, como yo, ocupan sus calles por unas horas. Y lo dan todo. Animan sin descanso. Lo hicieron a Paula Radcliffe y a Dos Santos hora y media antes y lo siguen haciendo con un español de 33 años que no es nadie y no tiene otra meta más que disfrutar de lo que estaba viviendo.
    Por la 4ª avenida discurre una quinta parte de la maratón. Casi una cuarta parte. A mí se me pasó volando. Es la mejor parte de la carrera. La más animada. Brooklyn en su esencia. La clase que te ofrece naranjas abiertas y plátanos pelados, los cuatro amigos que se juntan y te tocan “The age of the tiger” de ‘Rocky’, temas de Greenday o canciones que ni conoces pero te alegran el trote. También vecinos solitarios, que aunque no puedan formar un grupo sí saben de los beneficios de la música durante la carrera así que sacan su equipo de música y lo ponen a toda castaña. Alguno vi,  solo en una esquina, aporreando un timbal sin gracia alguna. Pero quieren ayudar y tú lo valoras. Otros juntan la música al humor para distraer al corredor, como aquel ‘bajo’ de un grupo que se había puesto una máscara de burro en la cabeza. Todos sonreímos a su paso. Objetivo logrado colega. Te acercas a su lado y les saludas con el pulgar. En una de las bandas el guitarrista me vio hacerle el gesto y se marcó un solo de guitarra con tanta energía que terminó arrojando el gorro con el que se protegía del frío. Yo me sentí importante. Y mi trote se volvió aún más brioso para agradecerle su apoyo musical.
    Me costaba adelantar a la gente. Era la milla 8 y yo estaba emocionado viendo a la gente tan volcada con nosotros los corredores. Dado que había salido de los últimos no hacía más que adelantar a peña. Y eso redoblaba mi euforia. No quería ir rápido, quería disfrutar de todo lo que me estaba pasando, quería chocarle la mano a todo aquel que me gritara un ‘Gimme five’, a lo que yo cruzaba toda la calle para chocársela aunque fuera un chavalillo de cinco años. No quería ir rápido, es cierto, pero me sentía bien. Emocionado. Sólo se lograba adelantar por los bordes de la calle, casi pegándote al público, o en las medianeras de los carriles, que también era algo arriesgado pues debía subir y bajar periódicamente.
    El esperado barrio judío, tan pintoresco que decían en las guías, no lo es tanto. Vi algún rabino y algún judío ortodoxo alejarse de la zona de la carrera, taciturnos, apenas implicados. Las calles parecían más cuidadas y el nivel de vida más elevado. Los niños iban vestiditos como  postales navideñas y algún fotógrafo profesional pedía permiso a los padres de las criaturas para retratarlos en algún calendario. Pero para mí fue algo muy breve. Me dio la sensación que fueron tres o cuatro manzanas.
     Williamsburg y Greenpoint te despiden de Brooklyn. Y a mí, en concreto, de mi disfrute en la maratón. Intuí que hasta entonces avanzaba a una velocidad de 12 km/h. Pero ahora esa media se iría deshinchando antes de cruzar el puente PULASKI y abandonar Brooklyn. Consideré que era tiempo ya de quitarme la sudadera. 13 millas con ella porque no tenía frío pero aún no me daba calor. La tiré al lateral tras comprobar que no venía nadie y lucí mi camiseta con el ‘Alex’ en el pecho y el dibujo que mi amigo Nacho me había hecho (un corredor avanzando por entre rascacielos) para la espalda. Venga público, ahora veis mi nombre, comenzad a animarme como locos...



Queens


     Cuando descendí del puente Pulaski, al marchar ya sin sudadera noté por primera vez el aire de noviembre en brazos y cuello. Este puente también pasó veloz. Tampoco resulta muy pesado. Puede que sea más empinado que Verrazano, pero es más corto. Franqueamos varias curvas y la calle tenía cierta inclinación. La gente empezó a gritar mi nombre al descubrirlo en la camiseta. Una energía renovada, que todavía no necesitaba, aceleró mi paso. Durante una milla creo que recuperé mi media de velocidad y puede que la incrementara. No sé bien lo que ocurrió. Fue como un espejismo de carrera. Quizá el  estertor antes de que mis piernas comenzaran a sufrir. Y me sentí ágil y veloz. Sonreí. Mis Saucony se comían los metros mientras yo sonreía y miraba ligeramente hacia arriba, con el mentón orgulloso de mi estado de forma, como uno de los protagonistas de ‘Carros de fuego’. Algo maravilloso estaba ocurriendo. ‘Se ve que estos dos meses sin tanta marcha nocturna y con algo más de carrera ha hecho efecto’, me regocigé. “Como esto siga así hasta me planteó ir a ver si hago alguna marquita’, me ilusioné. Pero fue un espejismo,  todavía inexplicable pero maravilloso, porque esa sensación de ligereza y brío jamás la olvidaré a mitad carrera. Se extinguió en la milla 15.
     A lo lejos asomaba el puente de QUEENSBORG y mis piernas dieron señales de gravedad. Frío, sórdido y oscuro: así me resultó a su paso. Algunos corrían algo más lento. Como yo ahora. Por primera vez algunos me pedían paso. Por evitar un choque con un corredor tuve que maniobrar en apenas un metro. Tuve dos sensaciones negativas: la primera, que al extender el brazo para conservar el equilibrio noté la mano y el antebrazo dormidos, y la segunda, que tomé conciencia de lo peligroso de una mala pisada a estas alturas de la carrera. Sólo habían sido dos millas en Queens. Una de ellas maravillosa. La despedida del disfrute de la maratón. La otra, la antesala del calvario. Lo único bueno que me quedaba hasta la meta era ver a mi novia en el punto que nos habíamos citado, entre la milla 16 y la milla 17. Tenía muchísimas ganas de verla, besarla y que se sintiera orgullosa de mí.

Manhattan- 1ª Avenida




    Abandoné Queens con paso lento. Todos dicen que momentos antes de incorporarte a Manhattan, al borde de la 1ª Avenida, se escucha a la gente bramar antes incluso que alcances a ver a la muchedumbre. A mí no me ocurrió. Yo todavía tenía en la cabeza el temblor metálico del puente bajo las pisadas de los que allí nos deslizábamos. Muchos aprovecharon el aislamiento visual de ese quasitúnel para tumbarse y estirar los gemelos y los femorales. En el fondo también te apetece descargar tus piernas, pero temes más un parón de dos o tres minutos antes que sufrir el cansancio muscular. Sales de esa boca de cañón de revólver que es Queensborg, aliviado tras escapar de tan mal sabor de boca. Todavía no ves a nadie. La idílica imagen similar a la entrada al anillo olímpico no llega. Ni es escucha. Es una curva muy cerrada. Me recordaba los primeros tramos de Brooklyn, cuando los corredores vamos literalmente en solitario. Sin darte cuentas el giro cerrado de la calle te va metiendo en la esperada avenida. Algo más de tres millas se abren ante el corredor en una amplísima vía poblada de gente hasta donde alcanza la vista. El barrio de Manhattan entero, como Brooklyn en su 4ª,entregado con los corredores. Ralenticé mi marcha, no quería pasa de largo sin ver a mi novia. Tanto había hecho por animarme (hasta se construyó una chapa con mi careto, nombre y número de dorsal) que se había convertido en una de mis grandes ilusiones en la maratón.
    Deseaba que llegara el momento de verla en un lateral, escalando por entre los hombros de la gente y chillando mi nombre. Pasaban los metros y no la veía. Cientos de caras anónimas jaleaban mezclando nombres, acentos y frases en distintos idiomas. Dios,  era como encontrar una aguja en un pajar. Frené todavía más la marcha. La milla 17 se acercaba y ella no aparecía por ningún lado. “Mierda, me la he pasado y no me he enterado...”, comencé a lamentarme. Casi anduve. Como alguien que se pierde en el bosque, en mitad de un claro, desorientado y miedoso. “¡Corre Alex, corre!”. Allí estaba ella. Con Alba, la mujer de mi amigo y una peña de españoles. Frente a la enorme tropa francesa y pro-Italia, ellos representaban el segundo grupo de compatriotas que había visto animar desde Staten Island. Cuando vi el primero, unas cuantas millas atrás me crucé toda la calle para decirles ‘¿Me pedís un taxi?’. Eran una pareja que se sorprendió al escuchar a un español y comenzó a aplaudir con entusiasmo por el hallazgo. Troté hacia mi novia. Soledad lloraba de emoción sin dejar de grabar con su vídeocamarita. Alba, en el costado, me hacía fotos. Me incliné en la valla y le di un beso. “Cariño sigue así que vas muy bien!!”. La verdad es que me lo creí. Sé que me lo hubiera dicho aunque hubiera salido de Queensborg a gatas. Me había vuelto a emocionar. Ambos lo estábamos. Me sentí orgulloso por tenerla en mi vida y porque viviera este momento a mi lado con tanta ilusión como si fuera ella misma la que fuera de corto y avanzara millas. Me separé de la valla de un brinco. Reculé con paso ceremonioso y les dediqué una verónica de torero. Ellas se rieron. Digo yo que al comprobar que todavía conservaba humor para dar pases de pecho. Y aún lo tenía. Me reincorporé a la carrera y le dediqué la sonrisa que mejor podía transmitir un mensaje tranquilizador que dijera “Te quiero, tranquila, me quedan fuerzas para acabar la carrera”.
   Unos 500 metros más adelante una pasarela metálica cruzaba a los corredores por lo alto uniendo las dos aceras de público entusiasta. En el centro de la misma, una enorme cámara de la televisión americana transmitía imágenes de la carrera. Cuando me acerqué a su tiro de cámara extendí los brazos para que nadie se acercara a mi lado. Me paré e hice una señal al cámara como si fuera un toro. Repetí el mismo pase que hice frente a mi novia con el deseo de que todos los informativos yankis sacaran la imagen rollo “Spanish toreador...” y poder descojonarme días después con mis amigos. Tracé la verónica con mucha lentitud, marcando los tiempos, como en los medios de la plaza del Puerto de Santa María. “Ooooooooooole!!” corearon los guiris. Saludé al tendido, me reí de lo sucedido como un chiquillo que salta en mitad de un concierto de música clásica para hacer una trastada.
     La 1ª avenida es anchísima, los corredores van ya muy desperdigados y si uno se lo propone, consigue adelantar sin dificultad. Pero yo ya no podía adelantar. Me limité a acompañar el ritmo generalizado de carrera. Ni más ni menos. Ser una ola mar de la suave marea. Me arrimé a un lateral en busca de los gritos de ánimo, de los “Alex, come on, you look fabulous!!” que te obligaban a mantener ese ritmo decente. En cada avituallamiento, más bebida isotónica. Y en cada punto de control del chip el “Biiiiiip...” prolongado y agua provocado por la coincidencia en el paso de tantos corredores. La 1 Avenida era muy ancha y muy larga. Al ver que no la franqueaba dejó de gustarme correr por ahí. Cuando vas por una calle de esas dimensiones y visualmente percibes sus extremos, lo ancho y largo que ha sido parida, las dificultades superarla se incrementan. Geometría espacial directa al coco del corredor. Y si tus piernas ya han soportado 19 millas tu mente conecta el ‘on’ del desgaste psicológico. El homenaje al mundo del toreo y cualquier otro guiño simpático no se repetirían. La 1ª Avenida no moría. Todo transcurría más lento para mí. Eso significaba que también yo debía ir a un ritmo más pesado. Dejé de sonreír. Esto se ponía serio.




Harlem-El Bronx




    WILLIS BRIDGE se llama el puente que une Harlem (al norte de Manhattan, en el extremo superior de la 1ª Avenida) con el Bronx. Costó mucho alcanzarlo. Odié esa larga avenida de Manhattan que jamás terminaba. Una vez allí agradeces que sea un puente corto, pese a que se encuentro muy expuesto al viento. Tuve un poco de frío. ‘Me debo estar quedando sin calorías’, pensé. En cuanto pisas el Bronx, los edificios te mantienen al abrigo. Es un barrio de clase baja. Por debajo de Brooklyn y, sobre todo, muy por debajo de Manhattan. Una banda de raperos se había colocado a la derecha. Pantalones anchos, chaquetones, actitud insolente y movimientos chulescos con el micro. Joder, como en las películas. “Wellcone to the Bronx...” rapeó el vocalista, labios pegados al micrófono logrando una profunda gravedad en su particular discurso de recibimiento a los corredores.
    En ese momento eché en falta las bandas de música de Brooklyn porque te alegran la marcha y, sobre todo, distraen tu mente de las piernas. El Bronx es sórdido. Ahí parece que la gente está jodida de verdad. Vi menos gente y con menos alegría. Como si tuvieran demasiados problemas como para abarrotar las calles un domingo por la mañana. Sólo vi ésa en el Bronx, no había visto otra desde Brooklyn y ya no vería ninguna otra hasta la línea de llegada.
    MADISON BRIDGE te vuelve a meter en Harlem. Apenas recorres una milla del Bronx. Poco que contar salvo una pantalla gigante que mostraba lo que iban filmando las cámaras. Todos los corredores levantamos los brazos nada más verla. ¿Dónde está Wally? Yo no me vi entre la muchedumbre que trotaba. Ninguno nos distinguíamos cuando el ritmo de carrera es global. Al llegar a la milla 21 ya no distinguí a nadie que corriera. Lo que se dice correr. La gente trotaba, mantenía una postura digna disimulando sus ya molestos dolores musculares. A Paula Radcliffe y compañía jamás llegué a verlos. Los profesionales habían salido con el camino despejado una hora antes de yo. Y con su velocidad de crucero que les haría devorar millas con el mismo tiempo de paso hasta la 26.2. “Irán como aviones”, sonreí sabedor que jamás alcanzará ciertos niveles.



Manhattan-Central Park




      En la milla 22 cambié la bebida isotónica por el agua. La gente hacía lo propio desde hace varios puntos de avituallamiento. El sabor de gatorade se te hace desagradable después de muchos repostajes.  No había probado bocado (“si nunca has comido durante una carrera es mejor que no sea NY la primera vez que lo intentes por si acaso”, me dijo alguien) por miedo a que el estómago impidiera lo que podían conseguir mis pulmones y, sobre todo, mis piernas. Desordenados tapetes de vasos de plástico aplastados se extendían bajo el trote cochinero de los maratonianos. Ante de un pequeño parque previo a Central Park, dos chicas se pararon ante mí. Dos gemelas. Rubias, muy bien equipadas, con gafas y ropa deportiva de primer nivel que dejaba ver su piel blanca perfectamente tonificada. Les calculé unos 26 años. Parecían en muy estado de forma. Una de ellas no podía más. Su hermana trató de convencerla sin éxito. La fatiga había derrotado a la hermana que se encogía, reteniendo las calorías de su cuerpo, falta de calor pero también de oxígeno, las palmas de sus manos sobre las rodillas. La otra volvió a trotar tras varias palabras de aliento que no sacaban a su hermana del agotamiento. De pronto el público formó, de manera espontánea, un semicírculo en torno a ella, la recompusieron y le dieron un suave empujón para que retomase la inercia de carrera. Ya las había superado, pero me giré porque sentía que estaba a punto de gozar otros de los milagros de la maratón.
     La hermana que en mejor forma estaba ya se había separado unos poco metros, pero se giró violentamente por un griterío que le anunciaba el milagro. Sin dudar, dio marcha atrás al rescate. Se puso a su altura y la cogió del antebrazo. La otra, llorando, comenzó a trotar arrastrada por su gemela. Joder, qué momento. Esto es la maratón de Nueva York. Solo puedes ver y vivir algo así aquí. No hay otra cosa en el mundo que te regale semejante recuerdo para toda tu vida. Y yo di gracias a Dios por pasar justo en ese instante junto a ellas. Aún recuerdo sus caras blancas, enrojecidas por el frío e iluminadas por las lágrimas que caían por sus gafas de sol. Las dos llevaban coletas. Juntas marcharon de nuevo deleitando a los newyorkinos con el vaivén de sus colitas de caballo.
    Debía de llevar tres horas de maratón, aunque no tenía ni idea porque corría sin reloj y los marcadores oficiales contaban según la salida de los profesionales (poco después de las 9.00 AM). El caso es que mi cuerpo se adentraba en territorio hóstil. Exploraba más allá del límite al que jamás le había sometido corriendo. Solo en una sola ocasión corrí tres horas. Ahora llegaba el momento de la verdad. Momento que, además, coincide con el ‘muro’ dicen se levantaba al maratoniano: en torno al kilómetro 30-35.
Como el cuerpo te da a lo que le tienes preparado, en esa milla 22 la pierna derecha me falló. Pensé que había pisado mal. Tres zancadas después me volvió a fallar. Se doblaba como si una rodilla quisiera abrazar la otra. Me entraron los nervios, todavía no el miedo. Unos metros después volvió a suceder. Esta vez el cuerpo se quejó en serio, como un “Que te he dicho que te pares joder”. Y me entró el pánico.
     Me detuve. Faltaban cuatro millas todavía. Y cuatro millas a estas alturas de la carrera, cuando se pasan con tanta pereza y sufrimiento, son muchas millas. Pero seguían siendo cuatro. Que eran menos que cinco y mucho menos que diez. En ese punto la aritmética elemental echa raíces en el discurso silencioso de tu mente. ¿Cuánto es eso en kilómetros? Pensé. Buf, demasiados. Me hice a la idea suponían muchos para hacerlos corriendo pero no demasiados para andar. Sin embargo te enrabietas. Recuerdas  las semanas de preparación, las renuncias y la inversión en este viaje, escuchas a tu padre diciéndote “No falles, has de llegar por los Pla”, al mensaje de tus amigos periodistas al móvil hace sólo unas horas  “Es el momento Alex, aprieta los dientes y sufre”, a las pequeñas promesas que te has hecho en silencio, a la pregunta de la gente a tu vuelta a Valencia “¿Qué tal la maratón, la acabaste?”... Y precisamente eso es lo que haces: acabarla. Se te escapa una mueca de dolor mientras te balanceas cuerpo adelante para tomar impulso que te ayuda a trotar al ralentí. Aprietas los dientes una y otra vez en cada pulso que te echa la pierna por doblarse y obligarte a pararte. El cuerpo se protege a sí mismo y tú le contradices. No había tenido problemas de pulmones en toda la carrera. Había respirado desahogado, quizá demasiado por  haber corrido despacio en mi deseo de disfrutar de NY y por descubrir con prudencia qué era esto de la maratón. Un punto lateral de mi rodilla derecha (que en 33 años jamás se había manifestado) fallaba si cargaba el peso y si la obligaba a realizar zancadas generosas. Solución: cargué mis 82 kilos en el gemelo izquierdo y reduje la zancada derecha al mínimo.
    De ahí hasta un kilómetro antes de la meta, mi  trote fue levemente superior a la velocidad que se lleva al caminar. La gente seguía animándome, pero yo estaba dolido por no poder correr. Sabía que no iba a llegar fresco como una rosa, pero me hubiera gustado mantener un trote más digno. La imagen que daba debía ser dramática. “Come on Alex, you look great!!” escuchaba. Y una mierda. Sí estoy en pleno declive... Cada vez que escuchaba mi nombre me giraba para ver el rostro de quien me animaba. Ya ves,  buscaba una estúpida prueba de sinceridad de cada palabras de ánimo escupida por la multitud. Siempre lograba ver sus caras. Jóvenes y mayores. Chicas y chicos. Negros, blancos, asiáticos y latinos. Ellas me sonreían y yo les guiñaba el ojo. Ellos ofrecían una sonrisa mientras bajar levemente el mentón que yo traducía en “Sí Alex, es a ti, y podrás llegar amigo”. Un negro adulto me lo dijo con voz rotunda. Pese a que le rodeaban decenas de otros aficionados, yo le vi solo y serio. Mirándome como un profesor severo. Como alguien que se había levantado esa mañana para colocarse justo en ese lugar para pronunciar su sentencia a mi paso.
    El agua ya no me hacía efecto. No tenía sed. Sólo dolor. Todo el mundo me rebasaba. Una pareja de españoles que había adelantado hacía varios kilómetros me había cogido. Eran novios. O matrimonio. O solo pareja. O lo que fueran. Pero se ayudaban el uno al otro. Yo padecía la soledad  del corredor. Sentía la camiseta extrañamente pegada a mis costillas, como si pesara 60 kilos en lugar de los 82. Me sentía envasado al vacío. Desnutrido. Adelanté de nuevo a la pareja y al poco ellos hicieron lo propio. Vaya cachondeo, pensé. Ella se detuvo. Nuevo adelantamiento. Él le pidió otro esfuerzo y recobraron el ritmo para volver a dejarme un par de metros atrás. Parecía un duelo de tacacás. Como tantos otros en ese tramo de la prueba. Casi todos, diría yo. Y la peña seguía ganándome metros: aquellos que iban disfrazados (me adelantó uno tipo con un tutú rosa... cosas más indignas no te pueden suceder), los que me doblaban de edad, otros que me debían sacaban 15 kilos.... Creo que nadie iba más lento que yo cuando entré en CENTRAL PARK.
    Ese puto parque es largo de cojones. Con subidas y bajadas. Y yo iba asustado en los rasantes por si mi remedio de urgencia anatómica dejaba de surtir efecto a cada pendiente. ‘En cualquier momento ni esto te servirá y tendrás que andar’ me decía al inicio de cada pendiente. Puto Central Park. La víspera vinimos Fernando y yo para conocer la zona de llegada. El entorno me pareció entonces idílico. Los pajaritos trinaban y el sol bañaba la vegetación dándole calidez a ese pequeño edén. Ahora mismo sentía atravesar la tundra. No hacía  más que pensar con tacos. El parque me resultaba frío, casi inhóspito si no hubiera sido por la presencia de aficionados. El sol no penetraba en su interior y no me hubiera extrañado ver algún cuervo graznar, heraldo de infortunios. A saber qué hora era si el sol de noviembre ya había decidido pasar de largo. De pronto veo que los corredores salimos del parque. ¡Qué coño! Esto no lo recordaba en el mapa. Heme que doy con mis lentas piernas sobre el asfalto de Central Park South, la calle de la base del parque. El mismo lugar en el que nos habíamos subido al autobús casi diez horas antes. Cuando todavía era de noche y las persianas estaban bajadas.
    Una última pendiente de 800 metros. Ya no quería oír ni ver a la gente. Sólo quería terminar e irme al hotel. No quería escuchar mi nombre una sola vez más. Dejadme en paz coño. Sin alegría en las piernas yo no entendía el correr, así que me sentía un paria de la carrera. Me refugié en el centro de la calle, desde el fallo en la rodilla no hacía otra cosa que mirar el asfalto a la vez que vomitaba exabruptos como una hormigonera. Se acabó la sonrisa vital al salir de Queens. ‘Ojalá regresara esa sensación’, deseé con toda mi alma. Bienvenido al tormento de la maratón. Pensé ‘de perdidos al río’, total para lo que me queda. Apreté un poco el paso hasta la última curva en la plaza Columbus. Luego recobré el sentido común y me acojoné. Tampoco era plan de arriesgar y lesionarme para varias semanas por acelerar durante medio kilómetro. Así que volví al paso lento. Levanté la vista finalmente la vista y descubrí varias pancartas ‘Ya estáis en el parque chicos, un último esfuerzo’ o ‘¡Ya dormiréis el sábado que viene!’. ‘Joder, la gente es de puta madre’ pronuncié claramente. Al final, son ellos los que te llevan. Un último repecho y el marcador en lo alto: cinco horas y pico. A eso debía descontar el desfase de mi tiempo de salida. ‘Algo más de cuatro horas corriendo nano’, pensé. Levanté los brazos para la foto y escuché el último ‘Biiiiii’ del chip de mi zapatilla.
 



 Al acabar la carrera



    Cuando cruzas la línea de meta descubres el único ‘pero’ de la organización de la maratón de NY. Una calle de Central Park que se hace embudo. Los corredores nos hacinamos en una vía del parque incapaz de drenar la llegada masiva y continuada de gente exhausta. A ello se le añaden varias microparadas consecutivas: entrega de medalla (acto industrial y menos humano de lo que vi en las revistas), foto con la misma, puesta de manta térmica, acople para que la manta se sujete sola, recogida de bolsa con avituallamiento (fui incapaz de masticar la chocolatina, así que escupí el primer bocado y la volví a guardar) que a esas alturas te pesa como un quintal y búsqueda del furgón asignado para recuperar tu bolsa con la ropa que guardaste antes de la salida. Me agobié mucho. La marea de gente no avanzaba. Era talmente la plaza del ayuntamiento de Valencia tras una mascletà. Necesitaba un hueco para sentarme. No me tenía casi en pie. Me conformaba con cualquier rincón. Ya recogería mis cosas luego. Pero no se ve un solo espacio entre el enjambre de piernas. 
    Finalmente llegas a tu furgón de UPS, recoges tu bolsa y el tipo de UPS te da la enhorabuena varias veces. Ladeas el vehículo y te pones el chándal. Sólo hay una manera de quitarte las zapatillas: arrojarte al suelo. Te haces al ánimo y bebes un poco de agua. Hace tiempo que no tienes seda. Pero debe ser bueno, piensas. Y das otro sorbito. La sangre vuelve a realojarse por tu esqueleto con armonía. Te entra frío pese a que te has puesto el chándal y una chaqueta. Te arrepientes de no haber cogido una camiseta limpia pues la del maratón te está helando por dentro. En pie. Peregrinas entre la multitud. Pareces un bebé cagón con pañales. Al poco el caminar se te hace más digno. En los alrededores del parque familiares, novias y amigos se reúnen con corredores. Todos lucimos orgullosos la medalla. Así, bien fuera. Qué se vea bien, joder con lo que nos ha costado.... Ahora respiro aliviado. Me había agobiado mucho al cruzar la meta. Creo que han sido casi 45 minutos desde que crucé la meta.
    He oído que al cruzar la meta la gente solo piensa en correr otra maratón. Yo me dije que jamás volvería a hacerlo. ‘Ya está, lo he hecho y sé lo que es. Pero no me volverán a pillar’, pensé mientras seguía profiriendo tacos y maldiciendo mi suerte. Sólo quería salir de ese infierno. Irme lejos del campo de batalla. Alejarme del sufrimiento y volar en brazos de mi novia y mis amigos antes de darme una eterna lucha de agua caliente. Finalmente apareció ella. Me había visto errar por los alrededores de la 77 W. Estaba emocionada. Los ojos le chispeaban como si no hubiera dejado de llorar desde que nos besamos en la milla 17. La besé y me entregó una rosa. Yo la olí y la volví a besar. ‘Vamos al hotel cielo’.


      Han pasado hoy 15 días desde que corrí la maratón. Al día siguiente físicamente me encontraba mucho mejor de lo que esperaba. Y a la semana salí a trotar un par de ocasiones. Anoche salí a correr, esta vez de verdad. Como siempre, por la noche. Me sentí fuerte. Tengo ganas de afrontar una segunda maratón. Ninguna será tan bonita como la de NY, esa ciudad. He traspasado el ‘muro’ y me he dado cuenta que tan malo es pecar de confianza yendo demasiado rápido que hacerlo por prudencia yendo más lento de lo que tu cuerpo te dejaría. Vamos, que me quedé antes sin neumáticos que sin gasolina. Debí haber ido más rápido. Pero bueno, quería disfrutar NY y ver ‘qué era eso’ de la maratón. Supongo que cada cual sacará sus enseñanzas de la carrera. Mi lección de mi vida ha sido ésta: por prudencia no logro ser quien realmente soy.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Por qué corro

¿Por qué corro? Francamente no lo sé. Así, de primeras, díría que porque se me da bien, porque me supone cierto alivio existencial y, en definitiva, porque me pone contento. Y digo que me hace estar feliz no por la sensación fisiológico posterior, con toda esa explicación química, que también. Lo digo porque el día que me levanto y sé que por la tarde o por la noche voy a salir a corre, ese día ya me levanto feliz. Lo soy hasta la hora de ponerme a correr, lo soy mientras corro y lo soy al terminar de correr.
Supongo que por herencia genética, lo de correr se me ha dado tiempo. El primer recuerdo que tengo de aquello fue cuando mi madre me llevó asustada al pediatra. Yo era muy niño, pero me acuerdo perfectamente de la consulta. Es, quizá, uno de los recuerdos más longevos que conservo. Pérez-Sala, el pediatra, tras ouscultarme, tranquilizó a mi madre (en el Liceo le habían puesto una nota sobre mi modo de respirar): "a su hijo no le pasa nada, todo lo contrario, tiene el corazón más grande de lo habitual, por eso le late lento.. siempre se cansará menos que los demás. Tiene las mismas pulsaciones de Lejarreta (ciclista de aquella época)".
De pequeño, de casa de mis padres a la Iglesia, donde iba a recibir el catecismo, había una distancia de kilómetro y medio. Con aquel librito verde en la mano echaba a correr. Ida. Catecismo. Y vuelta. O cuando mi madre se quedaba sin tabaco y me enviaba a comprarle. Yo cogía las 200 pelas y echaba a correr. Misma distancia. Así, una vez me apunté en la carrera de las fiestas patronales de La Canyada. Donde me he criado y donde vivo. Como quiera que yo aún era muy pequeño, me tuve que apuntar dos categorías por encima de las reglamentarias. En la de mi hermano. Entré en meta segundo. En verdad, tercero, porque mi hermano, con el que corrí todo el circuito, al ver que me alejaba en los metros finales me gritó 'Déjame entrar por delante de ti'. Y yo le dejé. Era mi hermano mayor.
Ya en el colegio, estuve algunos años apuntado en el equipo de atletismo. Pero por vivir fuera de la ciudad apenas podía asistir a carrera alguna. Así que el bueno de mi padre me llevaba a otras carreras. Salíamos del coche, me cambiaba sentado en el capó y mi padre me decía: "Recuerda, aunque no lleves dorsal, si algún árbitro te para dices que vas por libre". Y así corrí muchos domingos. En ocasiones convencía a mis nuevos amigos de La Canyada para que salieran a correr, aunque a ellos eso les aburría. Y a mí también ir a su ritmo, por lo que salía con chandal y bajo las perneras me anudaba pesas de kilo y medio.
Llegada la adolescencia todo se detiene. En mi caso, se diluye. Es tiempo de discotecas, de sexo, de alcohol... pero de seguir corriendo. Bebía y salía mucho. Pero nunca dejaba de correr. En la única ocasión que la policía retuvo mi vehículo de madrugada por dar positivo en el control, me fui del cuartelillo hasta mi casa corriendo. Era de noche. Un tramo tuve que hacerlo campo a través. Con zapatos, vaqueros y camisa. Y la bandolera del trabajo colgada porque horas después tenía que levantarme para ir a la redacción del periódico. Fueron varios kilómetros.
Me mudé a Valencia unos años. Tres. Y en esa época creé 'La marcha verde', recorrido de ida y vuelta entre La Canyada y Valencia. Algo más de media maratón. Pero yo seguía sin competir. Realmente nunca lo he hecho. Sólo necesitaba correr. Eran tiempos de dudas vitales, tanteos sentimentales serios.. y el correr iba colocando las piezas como en la caída de un Tetris. Todo estaba desordenado pero al salir a correr las piezas volvían a flotar para caer lentamente en un encuadre perfecto. Corriendo escribí y escribo muchos aforismos. Muchos.
En 2008 corrí la Maratón de Nueva York. A día de hoy, junto a mis primeras olas en Biarritz, la experiencia más hermosa e intensa de mi vida. Pero de eso ya he escrito. Era uno de mis sueños. Correr una maratón. Correr la de Nueva York. Tanto me gusta correr que en 2010 corrí la Maratón de Amsterdam yéndome solo a la capital holandesa. Sin conocer a nadie. Sin convivir con nadie. Sólo a correr.
Y aquí me encuentro, con 36 años, saliendo a correr tras una lesión del plopíteo que me ha dejado tres meses en el dique seco. Vuelvo a ser feliz. Acabo de entrar en casa tras salir a correr hace solo 15 minutos. Soy feliz.

miércoles, 27 de julio de 2011

antropología de salitre

Finales de julio de 2011. Playa de la Malvarrosa. Valencia. El que suscribe se ha llevado un par de libros a la playa. Como viene ocurriendo últimamente, ni los he abierto. El entorno a orillas del mar me da mucha marcha. Antropología de salitre. Que si una familia al completo por aquí, que si un grupo de adolescentes por allí, que si un parejita muy cerca, que si las marujas pegando voces por doquier. En fin, lo clásico en la playa de la ciudad. Es barato llegar hasta aquí, está cerca incluso para mí y, de un tiempo a esta parte, ya se limpió la Malvarrosa.
Dicho esto, conviene presentar a los protagonistas de esta historia: tres jóvenes de unos 20 o 22 años a lo sumo. De buen ver. Dos chicas y un chico. Delgaditos y con gafas de pasta de colores. Muy 'popi'. Un par de metros frente a mí, a la derecha, queda un sitio. Como tres caballitos jerezanos alcanzan el lugar. Toc, toc, toc. Al quedarse ellas en biquini los machos del lugar estudiamos el género. Rápidamente y de manera furtiva, como un gesto automático. Casi desprendido. Sin apenas esfuerzo. Casi sin interés. Como si lo tuviéramos que hacer porque toca. O algo así. Las hembras del lugar hacen lo propio, pero como son ellas, con más profundidad, reparando en detalles que a nosotros nos importan poco; que si el biquini es de esta temporada, que si van bien depiladas, que si esas tetas no son suyas y que vaya piernas y vientre lucen las muy hijas de puta. Porque las niñas están de buen ver.
Al momento el chico comienza a sacar potingues de su bolsa: algo para el pelo, algo para la cara, algo para las uñas... y les anima a que se ponga una tras otras todas y cada una de las cremas y esprays. Al parecer es peluquero. Pronto se evidencia que también es homosexual. Nada nuevo bajo el sol. Los siguientes minutos no ofrecen más que la rutina playera de los recién llegados. El chico, tras concluir su largo ritual de estética playera (que quede claro que se cuida mucho, no sea que se estropeé el género), se inquieta y comienza a hablar por el móvil con su amigo Luismi. El tal Luismi debe andar merodeando por los alrededores. Ambos discuten dándose instrucciones peregrinas a fin de orientarse el uno al otro. El peluquero se incorpora y va de aquí para allá, muy nervioso. Los ademanes y la entonación dejan claro a cualquier despistado la conclusión a la que llegamos todos: el clásico grupito de tías que van con 'el maricón'  la playa. "Tías, taparos esas berzas que voy a por Luismi y lo traigo para acá". Y se esfuma estirando sus agudos en el habla.

En cuando se pierde arena adentro hacia el paseo, una de las dos chicas, se arrima a la otra y comienza a besarle la boca.

Nadie esperaba algo así. El estereotipo de las 'bolleras' se había dinamitado con ese beso pausado y silencioso. No por la ejecución del beso, que pudiera ser, sino por ellas. Esas melenas largas y cuidadas, esa musculatura fina y torneadas, esos ornamentos en orejas, tobillos y dedos. En fin, habían tenido la cortesía a que su amigo se largara para iniciar un beso que se prolongó hasta el final de estas líneas.
Las dos yacían boca abajo en sus toallas. La del cabello más rubio era la que se había arrimado a la otra, de larga melena cobriza, y le alimentaba la boca en tiernos gestos verticales, como un pajarillo alimentado por su madre. Un beso semejante en una pareja 'hetero' sólo se produce cuando dos cuerpos se acaban de conocer (y siempre que no haya alcohol de por medio). Acentúan ese beso íntimo al no querer incorporarse. Los labios se exploran de un modo lateral e inclinado, sin apenas saliva, como pidiéndose perdón. O permiso por volver a rozarse una vez más. Otra. Pero tampoco quieren separarse. Diríase que la una respira de la otra un hilo de oxígeno tan fino que cualquier arreón pasional en ese beso acabaría con las dos al instante.
A mi derecha, una pareja treinteañera es la primera en reparar en un beso que ya había consumido varios minutos. Ella le hace un gesto a él. Los dos sonríen en mirada cómplice. Ninguno dice nada. Y yo pienso que ellos han vivido algo que yo desconozco. O me lo imagino, porque tengo mucha imaginación. Menos mal.
Más allá una niña de ocho años, que se estaba comiendo aburrida un bocadillo de salami mientras sus padres aún peleaban con la sombrilla, descubre lo que sin duda era nuevo para ella. Ese 'morreo' no lo había visto en la tele. Ni se lo habían contado sus amigas. Sus padres está claro que no por el careto que trae. Con el descaro propio de esa bendita edad, la niña, regordeta y sin soltar el mendrugo de pan, no pierde detalle en un proceso de aprendizaje fabuloso a pie de playa. Es posible que de vuelta a casa le pregunte algo a su mami.
Entre el beso de las féminas, que a estas alturas aún no se había derretido, y yo mismo, un grupo de cinco adolescentes. Las del 'insti'. Las de "tía sabías que...". No dejan de hablar de las tonterías propias de esa edad. '¡Hostias1!', se le escapa a una de ellas. Eso hay que contarlo pero ya. Verás las otras cuando lo vean. Y empieza a dar toquecitos en los antebrazos a unas y otras, que se giran con la discreción que ya manifiestan las niñas a esa edad. Nadie dice nada durante unos segundos, contemplando el beso lésbico. Pronto una suelta: "Tía, qué asco". Las demás callan, aguardando a que otra dé un paso al frente  y sumarse así al comentario predominante. Se miran las unas a las otras, pero ninguna más habla. Tuercen el gesto por aquello qué, pero callan. Interesante.
A mi izquierda, una mujer de unos 70 y largos años, como yo, hace un buen rato que reparó en ese beso que parecía no tener fín. La mujer, con bañador negro y gorro de pescador, mira por un instante más esa flor de juventud femenina entrelazando sus lenguas sobre la arena de Valencia. Al punto, saca una fiambrera bajo su sillita plegable, la abre y con un tenedor chafa un tomate valenciano sobre varias sardinitas. Aprieta dos o tres veces. Sus gestos secos consiguen que el aceite y el tomate se hagan argamasa. Deja de mirarlas. Coge el tenedor por el extremo y pierde su mirada en el espigón sur mientras da el primer bocado.

martes, 21 de junio de 2011

35

Vale, creo que la primera gran crisis de todo ser humano es cuando deja de creerse el mundo. Cuando deja de creer en las amistades sinceras, en el trabajo duradero, en fin, en la perdurabilidad de nada o nadie. Puede que sea el primer gran golpe que recibe su alma. Y por eso el dolor es tal que no puede compararse con ningún otro de los que ha padecido. El alma antes no había sido tocada. Sí el orgullo, puede que el corazón pero sin duda nunca antes el alma. Uno ya no ve el mundo igual. De noche a la mañana, se da cuenta que de todo cuanto aprendió poco le va a servir en adelante. No realmente. Sí para ir tirando. Como un zorrezno aprende a comer bayas en el bosque para no morir. Es triste, poco nutritivo, pero le permite seguir tirando pese a la bravura de su naturaleza. En adelante el ser humano cuya alma ha sido golpeada por la angustiosa epifanía de la Caducidad flotará durante meses, años, puede que décadas. Errático, entregado a las inclemencias del tiempo. De la vida. Y cada día se preguntará cómo puede hacer para regresar a aquel barco en el que había vivido, donde sobraban los alimentos y los amigos, donde la familia se encontraba al primer silbido. Peor, una noche fría, húmeda y cerrada se preguntará si realmente existió aquel barco y aquella vida.

jueves, 21 de abril de 2011

Cosas que ahora sí ya entiendo

Será éste un artículo abierto. De esos que no podré cerrar jamás pues siempre iré descubriendo conductas que antes no entendía en mis padres y que con el correr de los años, recientemente, estoy empezando a encajar. No terminaré de dar la explicación para obligar al lector a resolver el pequeño enigma vital o, en el mejor de los casos, a congratularse por mi descubrimiento. He aquí un listado de entrada ya inacabado sobre esas pequeñas cosas:

1. Antes no entendía por qué mi madre, cada vez que oía llegar a lo lejos el coche de mi padre, marchaba a paso de lobo hasta su bolsito de pinturas y se cuadraba frente al espejo más próximo. Eran dos minutos como máximo. Suficientes para ella. Y yo me preguntaba: ¿Por qué se pinta mi madre si no van a salir a cenar? Total, se van a quedar en casa. Cosa que ahora entiendo.

2. Es raro que no haya una comida hecha por mi madre que mi padre no acompañe de un comentario positivo, en ocasiones elogioso. Cosa que ahora entiendo.

3. Mi padre termina de trabajar por la tarde a una hora. A otra llega a casa. Entretanto juega un partida de dominó en un bar camino de casa. Yo no entendía por qué no se iba directamente a casa, con lo que cansado y puede que irritado que debiera estar a veces. Cosa que ahora entiendo.

4. Muchas mañanas, a la hora del almuerzo, se reúnen en los bares obreros, albañiles, jardineros y demás profesionales que trabajan con sus manos y se atizan un carajillo. Puede que algún que otro cubata. 'Qué fuerte va la peña', me escandalizaba yo al ver la ingesta de alcohol de buena mañana. Cosa que ahora entiendo.

5. La jardinería. Algo a lo que mi abuelo se dedicaba y también lo hace mi padre. Mucho más que el conocimiento de la Naturaleza y las leyes extrapolables al universo, mucho más que la satisfacción cuando se concluye un trabajo manual. Horas de soledad no políticamente incorrectas. Cosa que ahora entiendo.

6.No entendía por qué mi madre cambiaba de colonia cuando la anterior todavía le gustaba. Mi mujer ha cambiado hoy de colonia. Su olor me ha resultado de lo más estimulante. Ahora entiendo.

lunes, 18 de abril de 2011

Cuando por un duro se daba la vuelta al mercado

Era mi abuela una mujer sin estudios. Una mujer de las que cumplieron los veinte años, década donde la belleza femenina luce como sol del mediodía, en plena Guerra Civil. Concluida la contienda trabajó durante muchos años siendo asistenta de la asistenta de una marquesita de Valencia. O de la mujer de un general, no me acuerdo. Bueno, de una señora influyente. Mi abuela, mujer sin estudios pero curranta como se curraba en la época en la que la altura de las mujeres no sobrepasa el 1.60 m., le hacía recados, le cosía y cuanto le diera alguna peseta que llevar al pisito en Cádiz, 48. Precisamente por ser la asistenta de la asistenta de la marquesita valenciana pudo solicitar favor a la aristócrata para que intercediera clementemente en la liberación de mi abuelo, enchironado en el bando de los perdedores.
Nunca cogía mi abuela un taxi, ni tan siquiera superado el franquismo ni asentada la Transición. Iba a pie, pese a tener una pierna mala. O como mucho se subía al '8' y trataba de que a mí no me cobraran por ser todavía un niño (incluso cuando mi altura ya era sospechosa).
En su casa de la calle Cádiz no había plato de ducha. Y no lo había porque no había ducha. Sólo una pila con un WC y un espejo que mi abuelo improvisó en el balcón que daba al patio del colegio San Vicente, mirando a la calle Sueca y a las vías del tren. Así que a mi hermano y a mí nos limpiaba en un barreño en mitad de la cocina tras calentar a tandas cazos de agua. Y así pasaba los días en casa de mis abuelos, en pleno corazón de Ruzafa.
Mi abuela ha querido dejar la vida. Y es así como lo vengo de escribir. Yo creo que es ella la que ha decidido abandonar, como diciendo que con 95 años ya está bien. A mi madre le deja mucho, claro. A su nieto, a uno de ellos, no tanto, claro. Pero suficiente para recordarla por siempre y hablar de ella a quienes me rodean. Como no dejar nada en el plato ('cómo se nota que no habéis pasado una guerra'), como llenar el buche aunque no tengas hambre por lo que pueda pasar ('esto entra sin sentir'), como el ir a misa todos los domingos (arrastrándonos a mi hermano y a mí a San Valero los fines de semana de Ruzafa), como la docena de churros con chocolate a cada mañana de Fallas, las partidas de 'cinquillo', los arroces con acelgas, el orinal bajo la cama, las botellas de cazalla sin etiquetar y las vueltas a todos los puestos del mercado hasta dar con el mismo producto un duro más barato.
Contaba mi abuela que a mi abuelo, cuando todavía 'festejaven' le dio un botefón cuando el pobre mozo de Catarroja (véase mi abuelo) trató de darle una besito en la mejilla tras tropecientas citas con carabina. 'Qué tonta era', me repetía siempre que me contaba esa historia. Veía mi abuela que pasaban los años y que su nieto el pequeño, o sea yo, ni se casaba ni le daba bisnietos. 'No me extraña, es que ahora todas se dejan... no hacen más que 'cochiche' y así no tenéis ilusión por casaros', se ha estado lamentando casi desde que cumplí los 20.
Joder, y ahora que por fín me caso ella ya no está. Lo haré en septiembre en San Valero. En su iglesia. La de las galletitas de San Blas. Quisiera yo que ella hubiera regresado a San Valero, pero esta vez de mi mano. No podrá ser. Ayer murió, aquí en La Canyada. No es su Ruzafa pero es un lugar donde la naturaleza devuelve todo lo bueno que le das. Y sé que también le gustaba por ser un sitio limpio y hermoso.
Adiós abuela.

A Ana Tejedor Máñez (1916-2011)

jueves, 14 de abril de 2011

Mirar arriba

De nano el tiempo avanza angustiosamente lento. Nunca llegaba el fin de semana. Jamás las Fallas. Y_de las vacaciones de verano mejor ni hablar, si en septiembre te atrevías a pensar en el verano siguiente te daban hasta mareos por la incapacidad de imaginar un futuro tan tan tan lejano (ya ven ahora, prevés los cursos escolares como si fuera de una semana a otra). De nano, las dimensiones se acortan. Yo no sé si porque nuestros sentidos todavía no se han desarrollado o porque nuestra experiencia compensa su escasez sobredimensionando los datos de los que disponemos entonces. Uno recuerda su habitación lo suficientemente tocha como para jugar con su hermano a cualquier cosa, el frontón era Jai Alai, el pupitre de clase promontorio para esculpir, dibujar y hacerse chuletas... pero al regresar a esos lugares, un buen puñado de años más tarde, descubre que aquel mundo era una caja de cerillas. Enorme. Aún sin fósforos. Y de nano, ay, también, uno camina mirando al suelo en demasía.
Cuando mi hermano y yo nos quedábamos en Ruzafa, mi tía Carmen, la hermana de mi abuelo, una mujer hermosa, desvivida por los hijos y nietos que no tuvo pero bien los gozó fraternalmente, nos llevaba al centro. Para nosotros el centro siempre ha sido la calle Ruzafa en el tramo que iba de Balanzá hasta Galerias Preciados. En el barrio no había gran cosa para los chiquillos (sigue sin haber mucha hoy) así que a diario pateábamos por Cura Femenía o Tomasos hasta San Valero y de ahí Ruzafa arriba. Apenas nos fijábamos en tiendas o escaparates, no como ahora. Era el suelo. Con esas baldosas curvas de color negro y amarillo por donde mi hermano y yo jugábamos. Cada uno escogía un color y no podía chafar un adoquín curvo distinto a su color. Ya ven. Sin darnos cuenta alcanzábamos los billares Colón. Yo ya no miro el suelo. Casi nunca hacia abajo más que catar con los ojos algún juego de tobillos. Miro mucho de frente. A los ojos. Casi con descaro. Una curiosidad que, entiendo, resulte insolencia. Pero últimamente
noto que mi vida ha cambiado. Empiezo a mirar hacia arriba de seguido. Como si buscara algo que no puedo aprehender, pero que necesito contemplar.

lunes, 4 de abril de 2011

Romero, flor de memoria.

El romero fue la primera planta que aprendí a distinguir. Como una impronta, cada vez su olor me alcanza, me sacude una sensación de buen rollo por el cuerpo. Por los recuerdos. Por los buenos recuerdos. Decía Gabriel Miró que cuando nos hacemos adultos medimos la belleza en función de los imágenes y sensaciones hermosas que conservamos de la infancia. A partir de ellas cada uno establecemos nuestros propios canones de belleza. Siendo muy nanos mi padre nos envía a mi hermano y a mí al monte a buscar piñas y romero para hacer unas paellas que ahora echo en falta mucho muchísimo. La paella, a mi padre mirándonos aún como padre a niños. A mi padre le bastó un par de paseos con sus dos críos detrás, criándose en el monte, para que consiguiéramos distinguir la flor de romero. A partir de ahí ya soltaba a los chiquillos solos por el monte para que nos sintiéramos partícipes en la mejor cita gastronómica de la semana. Ya ves, qué fácil y barato. Ni PS3, ni hostias.
La tierra valenciana posee esa planta por doquier. Haga frío o calor, llueve o padezca meses de sequía, el romero recorre nuestras comarcas y junto a él hemos crecido generaciones y generaciones de valencianos. Por supuesto que en mi casa hay romero. Y es la única que aunque no la riegue aguanta fuerte y en primavera es la primera en echar flor. Como mi familia. Como una familia. Como la tuya, lector.
El romero, decía, aguanta todo tipo de temperaturas y le basta con la rácana lluvia del Mediterráneo. Crece fuerte y su flor no es ostentosa. Se decora con pendientes malvas en primavera y los mantiene casi todo el verano y el otoño. Flor menuda pero suficiente para obligarte a girar la vista en la distancia. No es un arbusto más. Todo su esplendor se despliega en la corta distancia. En el cara a cara.
Su olor me recuerda de donde soy. Me hace sentir feliz. Me ubica en un trozo del planeta. Por aquí, por donde crecí y me crié, donde vivo y de donde escribo ahora mismo, dicen que su fragancia mejora la memoria de los seres humanos. En época de exámenes, en lugar de infestarme de alcaloides, cafeina y pastilleo vario, yo me limitaba a salir al exterior y acariciar con las palmas de mis manos lo largo de su cortas hojas. Terminaba el gesto en mis manos respirando profundamente. Es cosa que vengo haciendo desde que mi padre me acompañó por monte adentro. Y aún lo hago. Cuando mi padre no esté, ojalá falte mucho para eso, su olor me recordaré a aquellos paseos. Romero. Flor de memoria.

sábado, 26 de marzo de 2011

HIJAS DE SUS MADRES

Lo de ser humano es tarea complicada. Lo de ser mujer en un mundo de hombres, tarea chunga. Y_lo de ser madre, un papelón. Tengo la sensación de que mis amigas son unas excelentes madres. Al menos hasta donde yo sé. Gravitan todas ellas en torno a la fulgurante figura de la mía propia, con lo que uno tonifica su corazón con impulsos dulces y ecuánimes. Decía que lo de ser madre tiene tela. Les vengo a contar mi observación del comportamiento de un par de madres a pie de calle. He escogido de manera deliberada dos situaciones que reflejan lo duro que es ser madre. Dos momentos en los que uno hubiera querido intervenir, pero que calla para no llevarse un rejón.
Cafetería detrás de la calle San Vicente. Dos amigas pastosas de uno 50 años, de las de quiromasaje diario e interna latinoamericana en su piso de Cirilo Amorós (calle noble de la ciudad), hablan de la hija de una de ellas. Al parecer la preadolescente quiere ir a un concierto el sábado y había echado mano del argumento intemporal que su progenitora reproduce con burla: «Jo mamá, pero si van todas... ¡hasta Eli!». La mami busca apoyo moral en los pendientes Bulgari de su amiga: «A los 12 me parece muy pronto, además, la Eli ésa cuando viene a casa parece una Lolita... yo paso... lo que mi hija no sabe es que los padres de la Eli ésa son unos tarados». Luego añade: «La madre de otra se ha ofrecido a recogerlas al acabar. Pero de ésa tampoco me fío, sé que su hija llega a casa en el Perelló a las seis de la mañana». La interlocutora interrumpe: «Oye, ¿os venís en el barco este finde?». Respuesta: «Claro. Y la niña».
Provincia de Cádiz. En un bareto. Una mujer y un hombre conversan. Ella, en actitud... digamos melosa. Él, receloso por estar en público, contemporiza. Y una niña, de unos siete años, con uniforme. Vienen del cole. Al menos ellas dos. La madre, por los faros que trae, debe de llevar un buen rato calentándose el hocico. La chiquilla suplica irse. Su progenitora: «Calla y ve a la barra a traerme otro whisky». El caballero no lleva anillo. Ella, sí. La niña alcanza a duras penas la barra y trae el copazo.