Será éste un artículo abierto. De esos que no podré cerrar jamás pues siempre iré descubriendo conductas que antes no entendía en mis padres y que con el correr de los años, recientemente, estoy empezando a encajar. No terminaré de dar la explicación para obligar al lector a resolver el pequeño enigma vital o, en el mejor de los casos, a congratularse por mi descubrimiento. He aquí un listado de entrada ya inacabado sobre esas pequeñas cosas:
1. Antes no entendía por qué mi madre, cada vez que oía llegar a lo lejos el coche de mi padre, marchaba a paso de lobo hasta su bolsito de pinturas y se cuadraba frente al espejo más próximo. Eran dos minutos como máximo. Suficientes para ella. Y yo me preguntaba: ¿Por qué se pinta mi madre si no van a salir a cenar? Total, se van a quedar en casa. Cosa que ahora entiendo.
2. Es raro que no haya una comida hecha por mi madre que mi padre no acompañe de un comentario positivo, en ocasiones elogioso. Cosa que ahora entiendo.
3. Mi padre termina de trabajar por la tarde a una hora. A otra llega a casa. Entretanto juega un partida de dominó en un bar camino de casa. Yo no entendía por qué no se iba directamente a casa, con lo que cansado y puede que irritado que debiera estar a veces. Cosa que ahora entiendo.
4. Muchas mañanas, a la hora del almuerzo, se reúnen en los bares obreros, albañiles, jardineros y demás profesionales que trabajan con sus manos y se atizan un carajillo. Puede que algún que otro cubata. 'Qué fuerte va la peña', me escandalizaba yo al ver la ingesta de alcohol de buena mañana. Cosa que ahora entiendo.
5. La jardinería. Algo a lo que mi abuelo se dedicaba y también lo hace mi padre. Mucho más que el conocimiento de la Naturaleza y las leyes extrapolables al universo, mucho más que la satisfacción cuando se concluye un trabajo manual. Horas de soledad no políticamente incorrectas. Cosa que ahora entiendo.
6.No entendía por qué mi madre cambiaba de colonia cuando la anterior todavía le gustaba. Mi mujer ha cambiado hoy de colonia. Su olor me ha resultado de lo más estimulante. Ahora entiendo.
"Quien tiene un cuerpo apto para muchas cosas, tiene un alma cuya parte mayor es eterna" Spinoza, 'Ética' (Proposición XXXIX. Capítulo V)
jueves, 21 de abril de 2011
lunes, 18 de abril de 2011
Cuando por un duro se daba la vuelta al mercado
Era mi abuela una mujer sin estudios. Una mujer de las que cumplieron los veinte años, década donde la belleza femenina luce como sol del mediodía, en plena Guerra Civil. Concluida la contienda trabajó durante muchos años siendo asistenta de la asistenta de una marquesita de Valencia. O de la mujer de un general, no me acuerdo. Bueno, de una señora influyente. Mi abuela, mujer sin estudios pero curranta como se curraba en la época en la que la altura de las mujeres no sobrepasa el 1.60 m., le hacía recados, le cosía y cuanto le diera alguna peseta que llevar al pisito en Cádiz, 48. Precisamente por ser la asistenta de la asistenta de la marquesita valenciana pudo solicitar favor a la aristócrata para que intercediera clementemente en la liberación de mi abuelo, enchironado en el bando de los perdedores.
Nunca cogía mi abuela un taxi, ni tan siquiera superado el franquismo ni asentada la Transición. Iba a pie, pese a tener una pierna mala. O como mucho se subía al '8' y trataba de que a mí no me cobraran por ser todavía un niño (incluso cuando mi altura ya era sospechosa).
En su casa de la calle Cádiz no había plato de ducha. Y no lo había porque no había ducha. Sólo una pila con un WC y un espejo que mi abuelo improvisó en el balcón que daba al patio del colegio San Vicente, mirando a la calle Sueca y a las vías del tren. Así que a mi hermano y a mí nos limpiaba en un barreño en mitad de la cocina tras calentar a tandas cazos de agua. Y así pasaba los días en casa de mis abuelos, en pleno corazón de Ruzafa.
Mi abuela ha querido dejar la vida. Y es así como lo vengo de escribir. Yo creo que es ella la que ha decidido abandonar, como diciendo que con 95 años ya está bien. A mi madre le deja mucho, claro. A su nieto, a uno de ellos, no tanto, claro. Pero suficiente para recordarla por siempre y hablar de ella a quienes me rodean. Como no dejar nada en el plato ('cómo se nota que no habéis pasado una guerra'), como llenar el buche aunque no tengas hambre por lo que pueda pasar ('esto entra sin sentir'), como el ir a misa todos los domingos (arrastrándonos a mi hermano y a mí a San Valero los fines de semana de Ruzafa), como la docena de churros con chocolate a cada mañana de Fallas, las partidas de 'cinquillo', los arroces con acelgas, el orinal bajo la cama, las botellas de cazalla sin etiquetar y las vueltas a todos los puestos del mercado hasta dar con el mismo producto un duro más barato.
Contaba mi abuela que a mi abuelo, cuando todavía 'festejaven' le dio un botefón cuando el pobre mozo de Catarroja (véase mi abuelo) trató de darle una besito en la mejilla tras tropecientas citas con carabina. 'Qué tonta era', me repetía siempre que me contaba esa historia. Veía mi abuela que pasaban los años y que su nieto el pequeño, o sea yo, ni se casaba ni le daba bisnietos. 'No me extraña, es que ahora todas se dejan... no hacen más que 'cochiche' y así no tenéis ilusión por casaros', se ha estado lamentando casi desde que cumplí los 20.
Joder, y ahora que por fín me caso ella ya no está. Lo haré en septiembre en San Valero. En su iglesia. La de las galletitas de San Blas. Quisiera yo que ella hubiera regresado a San Valero, pero esta vez de mi mano. No podrá ser. Ayer murió, aquí en La Canyada. No es su Ruzafa pero es un lugar donde la naturaleza devuelve todo lo bueno que le das. Y sé que también le gustaba por ser un sitio limpio y hermoso.
Adiós abuela.
A Ana Tejedor Máñez (1916-2011)
Nunca cogía mi abuela un taxi, ni tan siquiera superado el franquismo ni asentada la Transición. Iba a pie, pese a tener una pierna mala. O como mucho se subía al '8' y trataba de que a mí no me cobraran por ser todavía un niño (incluso cuando mi altura ya era sospechosa).
En su casa de la calle Cádiz no había plato de ducha. Y no lo había porque no había ducha. Sólo una pila con un WC y un espejo que mi abuelo improvisó en el balcón que daba al patio del colegio San Vicente, mirando a la calle Sueca y a las vías del tren. Así que a mi hermano y a mí nos limpiaba en un barreño en mitad de la cocina tras calentar a tandas cazos de agua. Y así pasaba los días en casa de mis abuelos, en pleno corazón de Ruzafa.
Mi abuela ha querido dejar la vida. Y es así como lo vengo de escribir. Yo creo que es ella la que ha decidido abandonar, como diciendo que con 95 años ya está bien. A mi madre le deja mucho, claro. A su nieto, a uno de ellos, no tanto, claro. Pero suficiente para recordarla por siempre y hablar de ella a quienes me rodean. Como no dejar nada en el plato ('cómo se nota que no habéis pasado una guerra'), como llenar el buche aunque no tengas hambre por lo que pueda pasar ('esto entra sin sentir'), como el ir a misa todos los domingos (arrastrándonos a mi hermano y a mí a San Valero los fines de semana de Ruzafa), como la docena de churros con chocolate a cada mañana de Fallas, las partidas de 'cinquillo', los arroces con acelgas, el orinal bajo la cama, las botellas de cazalla sin etiquetar y las vueltas a todos los puestos del mercado hasta dar con el mismo producto un duro más barato.
Contaba mi abuela que a mi abuelo, cuando todavía 'festejaven' le dio un botefón cuando el pobre mozo de Catarroja (véase mi abuelo) trató de darle una besito en la mejilla tras tropecientas citas con carabina. 'Qué tonta era', me repetía siempre que me contaba esa historia. Veía mi abuela que pasaban los años y que su nieto el pequeño, o sea yo, ni se casaba ni le daba bisnietos. 'No me extraña, es que ahora todas se dejan... no hacen más que 'cochiche' y así no tenéis ilusión por casaros', se ha estado lamentando casi desde que cumplí los 20.
Joder, y ahora que por fín me caso ella ya no está. Lo haré en septiembre en San Valero. En su iglesia. La de las galletitas de San Blas. Quisiera yo que ella hubiera regresado a San Valero, pero esta vez de mi mano. No podrá ser. Ayer murió, aquí en La Canyada. No es su Ruzafa pero es un lugar donde la naturaleza devuelve todo lo bueno que le das. Y sé que también le gustaba por ser un sitio limpio y hermoso.
Adiós abuela.
A Ana Tejedor Máñez (1916-2011)
jueves, 14 de abril de 2011
Mirar arriba
De nano el tiempo avanza angustiosamente lento. Nunca llegaba el fin de semana. Jamás las Fallas. Y_de las vacaciones de verano mejor ni hablar, si en septiembre te atrevías a pensar en el verano siguiente te daban hasta mareos por la incapacidad de imaginar un futuro tan tan tan lejano (ya ven ahora, prevés los cursos escolares como si fuera de una semana a otra). De nano, las dimensiones se acortan. Yo no sé si porque nuestros sentidos todavía no se han desarrollado o porque nuestra experiencia compensa su escasez sobredimensionando los datos de los que disponemos entonces. Uno recuerda su habitación lo suficientemente tocha como para jugar con su hermano a cualquier cosa, el frontón era Jai Alai, el pupitre de clase promontorio para esculpir, dibujar y hacerse chuletas... pero al regresar a esos lugares, un buen puñado de años más tarde, descubre que aquel mundo era una caja de cerillas. Enorme. Aún sin fósforos. Y de nano, ay, también, uno camina mirando al suelo en demasía.
Cuando mi hermano y yo nos quedábamos en Ruzafa, mi tía Carmen, la hermana de mi abuelo, una mujer hermosa, desvivida por los hijos y nietos que no tuvo pero bien los gozó fraternalmente, nos llevaba al centro. Para nosotros el centro siempre ha sido la calle Ruzafa en el tramo que iba de Balanzá hasta Galerias Preciados. En el barrio no había gran cosa para los chiquillos (sigue sin haber mucha hoy) así que a diario pateábamos por Cura Femenía o Tomasos hasta San Valero y de ahí Ruzafa arriba. Apenas nos fijábamos en tiendas o escaparates, no como ahora. Era el suelo. Con esas baldosas curvas de color negro y amarillo por donde mi hermano y yo jugábamos. Cada uno escogía un color y no podía chafar un adoquín curvo distinto a su color. Ya ven. Sin darnos cuenta alcanzábamos los billares Colón. Yo ya no miro el suelo. Casi nunca hacia abajo más que catar con los ojos algún juego de tobillos. Miro mucho de frente. A los ojos. Casi con descaro. Una curiosidad que, entiendo, resulte insolencia. Pero últimamente noto que mi vida ha cambiado. Empiezo a mirar hacia arriba de seguido. Como si buscara algo que no puedo aprehender, pero que necesito contemplar.
Cuando mi hermano y yo nos quedábamos en Ruzafa, mi tía Carmen, la hermana de mi abuelo, una mujer hermosa, desvivida por los hijos y nietos que no tuvo pero bien los gozó fraternalmente, nos llevaba al centro. Para nosotros el centro siempre ha sido la calle Ruzafa en el tramo que iba de Balanzá hasta Galerias Preciados. En el barrio no había gran cosa para los chiquillos (sigue sin haber mucha hoy) así que a diario pateábamos por Cura Femenía o Tomasos hasta San Valero y de ahí Ruzafa arriba. Apenas nos fijábamos en tiendas o escaparates, no como ahora. Era el suelo. Con esas baldosas curvas de color negro y amarillo por donde mi hermano y yo jugábamos. Cada uno escogía un color y no podía chafar un adoquín curvo distinto a su color. Ya ven. Sin darnos cuenta alcanzábamos los billares Colón. Yo ya no miro el suelo. Casi nunca hacia abajo más que catar con los ojos algún juego de tobillos. Miro mucho de frente. A los ojos. Casi con descaro. Una curiosidad que, entiendo, resulte insolencia. Pero últimamente noto que mi vida ha cambiado. Empiezo a mirar hacia arriba de seguido. Como si buscara algo que no puedo aprehender, pero que necesito contemplar.
lunes, 4 de abril de 2011
Romero, flor de memoria.
El romero fue la primera planta que aprendí a distinguir. Como una impronta, cada vez su olor me alcanza, me sacude una sensación de buen rollo por el cuerpo. Por los recuerdos. Por los buenos recuerdos. Decía Gabriel Miró que cuando nos hacemos adultos medimos la belleza en función de los imágenes y sensaciones hermosas que conservamos de la infancia. A partir de ellas cada uno establecemos nuestros propios canones de belleza. Siendo muy nanos mi padre nos envía a mi hermano y a mí al monte a buscar piñas y romero para hacer unas paellas que ahora echo en falta mucho muchísimo. La paella, a mi padre mirándonos aún como padre a niños. A mi padre le bastó un par de paseos con sus dos críos detrás, criándose en el monte, para que consiguiéramos distinguir la flor de romero. A partir de ahí ya soltaba a los chiquillos solos por el monte para que nos sintiéramos partícipes en la mejor cita gastronómica de la semana. Ya ves, qué fácil y barato. Ni PS3, ni hostias.
La tierra valenciana posee esa planta por doquier. Haga frío o calor, llueve o padezca meses de sequía, el romero recorre nuestras comarcas y junto a él hemos crecido generaciones y generaciones de valencianos. Por supuesto que en mi casa hay romero. Y es la única que aunque no la riegue aguanta fuerte y en primavera es la primera en echar flor. Como mi familia. Como una familia. Como la tuya, lector.
El romero, decía, aguanta todo tipo de temperaturas y le basta con la rácana lluvia del Mediterráneo. Crece fuerte y su flor no es ostentosa. Se decora con pendientes malvas en primavera y los mantiene casi todo el verano y el otoño. Flor menuda pero suficiente para obligarte a girar la vista en la distancia. No es un arbusto más. Todo su esplendor se despliega en la corta distancia. En el cara a cara.
Su olor me recuerda de donde soy. Me hace sentir feliz. Me ubica en un trozo del planeta. Por aquí, por donde crecí y me crié, donde vivo y de donde escribo ahora mismo, dicen que su fragancia mejora la memoria de los seres humanos. En época de exámenes, en lugar de infestarme de alcaloides, cafeina y pastilleo vario, yo me limitaba a salir al exterior y acariciar con las palmas de mis manos lo largo de su cortas hojas. Terminaba el gesto en mis manos respirando profundamente. Es cosa que vengo haciendo desde que mi padre me acompañó por monte adentro. Y aún lo hago. Cuando mi padre no esté, ojalá falte mucho para eso, su olor me recordaré a aquellos paseos. Romero. Flor de memoria.
La tierra valenciana posee esa planta por doquier. Haga frío o calor, llueve o padezca meses de sequía, el romero recorre nuestras comarcas y junto a él hemos crecido generaciones y generaciones de valencianos. Por supuesto que en mi casa hay romero. Y es la única que aunque no la riegue aguanta fuerte y en primavera es la primera en echar flor. Como mi familia. Como una familia. Como la tuya, lector.
El romero, decía, aguanta todo tipo de temperaturas y le basta con la rácana lluvia del Mediterráneo. Crece fuerte y su flor no es ostentosa. Se decora con pendientes malvas en primavera y los mantiene casi todo el verano y el otoño. Flor menuda pero suficiente para obligarte a girar la vista en la distancia. No es un arbusto más. Todo su esplendor se despliega en la corta distancia. En el cara a cara.
Su olor me recuerda de donde soy. Me hace sentir feliz. Me ubica en un trozo del planeta. Por aquí, por donde crecí y me crié, donde vivo y de donde escribo ahora mismo, dicen que su fragancia mejora la memoria de los seres humanos. En época de exámenes, en lugar de infestarme de alcaloides, cafeina y pastilleo vario, yo me limitaba a salir al exterior y acariciar con las palmas de mis manos lo largo de su cortas hojas. Terminaba el gesto en mis manos respirando profundamente. Es cosa que vengo haciendo desde que mi padre me acompañó por monte adentro. Y aún lo hago. Cuando mi padre no esté, ojalá falte mucho para eso, su olor me recordaré a aquellos paseos. Romero. Flor de memoria.
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