Cuentos de invierno
Amor a medias
No era una cafetería a la moda. Tampoco un lugar cutre. No estaba en el centro. Pero tampoco muy apartada. Allí se habían citado. Un día cualquiera entre semana. Sin ser la hora del café, pero tampoco la de las copas. Era media tarde de esa cita a medias de todo. Nada reinterpretable, pues. Acudieron puntuales. Él tendría unos 65. Ella, puede que alguno más. Él optó por un traje chaqueta. Sin corbata. Quería dar buena impresión, pero sin pasarse. Tal y como se había configurado la cita. Ella lucía el peno canoso. Largo aunque sin llegar a lucir melena. Ninguna mujer de su edad lucía ese color de pelo y, mucho menos, semejantes dimensiones.
-¿Entramos?_sugirió ella a fin de evitar curiosos.
En el zaguán recorrieron con la mirada el salón que les aguardaba. De tamaño medio. La barra seguía por limpiar. El camarero les miró. Aprovechó la indecisión de la pareja y prolongó su charla en redes sociales. Apenas había gente a esa hora. Unos cuantos en la zona de la derecha. Enfrente tan sólo un joven que hojeaba una revista de cine. Parecía el rincón idóneo para instalarse.
_¿Qué te parece ahí?_señaló él con un gesto de sus cejas.
La mujer asintió. Ambos caminaron juntos. La estrechez entre las mesas hizo que casi tuvieran que tocarse, pero ambos lo evitaron con mucho empeño. Como si hubiera sido un error fatal en esa cita donde todo era a medias. Tomaron la mesa que quedaba libre junto al cinéfilo que, enfrascado en la lectura, ni se molestó en agitarse.
El camarero dejó su móvil con fastidio y les atendió con la desgana propia del sector en España. Ella pidió zumo embotellado y él café solo.
_Bueno, ¿y tú a qué te dedicas?_preguntó él, todavía sobrepasado por la artificialidad de un encuentro parido en las nuevas tecnologías.
Ella comenzó a hablar. Pero fue breve. Trazó unas líneas maestras. Era químico y vivía en las afueras de la ciudad. Poco más.
_¿Y tú a qué te dedicas?_prefirió relanzarle la pregunta.
Algo más relajado comenzó hablando de su trabajo. Él era comercial y viajaba mucho. Presumió de haber estado aquí y allá "donde también he estado destinado". Alternaba entre ciudad y ciudad de la geografía nacional. De vez en cuando ella apuntaba haber visitado algunas, momento que él aprovechaba para profundizar con anécdotas, como justificando su estancia en el lugar. Su recorrido geográfico le hizo relajarse. Fue entonces cuando deslizó en la conversación a "la mujer de mis hijos". De ahí pasó a sus hijos. Al final monopolizó una charla que no se anduvo con tapujos íntimos. Cuando se dio cuenta de esto, lanzo a la mujer algunas preguntas para que también ella emergiera de su madriguera.
Pero ésta se centró en su trabajo. En cómo marchó del interior del país a la costa según necesidades de la multinacional para la que trabajaba. Sus ascensos dentro de la compañía. Los años venideros y la inminente jubilación. Pero no habló de su vida personal. Hasta que de pronto, sin frase de transición ni temas previos introductorios, dijo:
_Por cierto, él me dejó. Porque fue así. Él me dejó tirada.
Se miraron fíjamente. Pasaron algunos segundos. Ninguno quiso decir nada. Finalmente él desvió su atención hacia la taza de café, que ya no estaba caliente. Pero tampoco fría. Sino a medias.
Le Commandant
Desde que marchó de su país y se instaló en España se sentía sola. Retirada y con dinero de sobra para no saber qué hacer con él, tras unos meses decorando su casa hasta el más mínimo detalle, comenzó a aburrirse. Entonces decidió salir a la calle. Le habló a su chófer, antiguo propietario de la vivienda venido a menos al que ella tuvo la "cortesía" de contratar, de darle vueltas por la ciudad. España nada tenía que ver con Francia. Era mucho más alegre. Soleada. Y en ese lado del Mediterráneo la palabra 'invierno' se conocía por los anuncios de Navidad. Sin idioma no podía establecer amistades... pero con dinero podía importar a las suyas. Así que decidió montar regularmente fiestas en su nueva mansión y traer como invitados a sus amigos de la élite parisina. Un sábado de invierno reunió a una veintena de personas. Todos ellos venidos de París a gastos pagados. Y alojamiento en esta mansión al más puro estilo colonial americano. Posmodernismo puro en pleno monte mediterráneo. Habitaciones, de sobra. Entre los invitados, un solo un español. Un abogado bilingüe que el azar puso en su camino. En concreto, en la sucursal del banco donde estaba transfiriendo sus capitales y cuya empleada, con dominio sobrado en inglés tal y como se exigía hoy a todos los salidos de las universidades, no sabía ni decir 'croissant' en francés. Él oyó el intento de conversación a lo lejos y se prestó amablemente a ejercer de intérprete. Entonces se hicieron amigos.
En parejas llegaron de París. Casi todo matrimonios jubilados o a punto de hacerlo. Algunos de ellos tentados por el clima y la alegría. Tal fue, precisamente, el principal tema de una velada informal. Cocktail servido de pie. Champagne traído de sus viñedos de Champagne. Luz tenue y música de fondo. A mitad de la velada se descubrieron los 'no emparejados'. Una jovencita de apenas 24 años que parecía salida de la novela de Nabokov. Mirada ingenua pero provocativa. Pelo largo. Labios rojos. Leve bisutería. Pantalones y camisa propias de su edad. Y con ganas de bailar. A ella comenzó a merodearle un hombre de mediana edad vestido de traje y corbata. Quizá del mismo modo que iría a trabajar al despacho. Era un alto funcionario de la capital francesa. Más cerca de los 40 que de los 30. Con la clásica fisionomía con que los españoles describen a sus vecinos del otro lado de los Pirineos. La seguía por todo el salón. A ratos resultaba violento incluso para el resto de presentes. También había un hombre corpulento. Tendría poco más de 40 años. De raza negra. Cabeza afeitada y barba poblada. Vestía traje chaqueta y lucía en su mano izquierda un grueso anillo rockero. Entre los presentes el comentario 'sotto voce' comenzó a ser: "Mira, se parece al actor ése de
Pulp Fiction".
Al abogado le comenzaron a resultar tediosas unas conversaciones que ya giraban una y otra vez sobre lo mismo: que si la crisis, que si los planes de pensiones, que si el precio de la vivienda en España, que si la nueva edad de jubilación... No era ni medianoche y ya tenía ganas de marcha a casa y abrir un libro. De vez en cuando, para animarse, escrutaba al funcionario en su torpe intento por seducir a la veinteañera. Más aún cuando la jovencita le había dicho al abogado "me voy a trasladar a Argentina, ¿sabes? odio a los franceses". Pobre rompeolas.
El corpulento hombre de raza negra sería la última oportunidad antes de condenar la enésima noche tirada a la basura.
_Hola, me llamo Javier. No nos han presentado.
_... no... creo que no... Yo Thierry.
Ambos estrecharon enérgicamente sus manos.
Thierry era comandante de la Policía en París. Tenía 115 hombres a su cargo. No le gustaba escuchar los problemas de sus hombres. "No soy un psicólogo", repitió varias veces, como justificando la relación 'operativa' que le unía a sus subalternos. Nunca había viajado a España.
_¿Qué es lo que más le gusta de mi país?_ preguntó el abogado.
_La tranquilidad con la que se vive aquí... quiero decir... la relajación de la Policía.
La mente del abogado rescató de inmediato el atentado de la sala Bataclan. La sensación que se vive ahora en Francia. El remonte de la extrema derecha en sus elecciones. El descenso del turismo en París.
_Bueno, en España se extremaron las medidas durante unas semanas. Pero luego se relajó.
El comandante negó con la cabeza. No entendía ese relajamiento del que hablaba el abogado. Como la charla podría tomar una deriva innecesaria, el letrado dio un giro de timón.
_¿Cómo es que no habla nada de español?
_Muy poquito. Y eso que lo estudié tres años en la Universidad. Pero nos lo enseñaban muy mal. Los profesores, la temática... fíjate, nos hablaban de la Revolución Cubana y cosas así. Un tostón. No recuerdo ni una palabra.
Al abogado le apenó esto. Como español y como amante de las lenguas.
_Me extraña que un país que cuida tanto la cultura como el suyo, referente para muchos en ese aspecto, maltrate así una parte de la cultura tan fundamental como los idiomas.
_Pues así es. En el mundo de la cultura se protege mucho el sector editorial: los libros, los escritores... Los precios de los libros son los mismos por doquier. Sólo se permite a algunas superficies como la Fnac y cosas así bajar el precio durante los primeros días de promoción. Luego, vayas donde vayas en Francia, no te marean con el precio.
_¿A usted le gusta la lectura?
_Hace años que escribo cuentos infantiles. También trabajo para Hachette.
PD: Hachette es una de las legendarias editoriales francesas.
Ibrahim
En la Alameda de Valencia, justo antes del Palau de la Música, mendiga Ibrahim. A la hora de la sobremesa no transita casi nadie. Ibrahim contempla se despereza la tarde de invierno. Sin tarea que realizar ni lugar donde ir. Los vehículos comienzan a poblar las calles de Valencia. La jornada de la tarde va a dar comienzo. Aunque a pie, nadie se ve. Ya nadie camina lejos del centro. A lo lejos aparece alguna señora mayor cabizbaja. Casi sin darse cuenta alcanza la espigada figura del joven negro. _"Señora....", le dice él.
La anciana levanta la cabeza y descubre el blanco marfileño del joven senegalés que le sonríe complacido.
_
Iiiiia, un negre!!_ exclama la anciana al tiempo que acelera el paso hasta que, con paso de legionario, franquea el Puente de Aragón, muy transitado y conectado al centro de la ciudad. Una vez allí, mira por el rabillo del ojo y luego aminora la marcha hasta recobrar el resuello. Ibrahim le dice adiós con la mano. Era la primera persona con la que casi habla en horas.
Las tardes de otoño son muy breves. En nada llegaría el imperio de la fría noche. No eran ni las seis cuando apareció un hombre. Se miraron a los ojos. Ibrahim vio que no le rechazaba el saludo, ni variaba su marcha.
_Disculpe, ¿sabe dónde podría dormir esta noche?
El joven se detuvo. Sacó las manos de los bolsillos y abrió un poco la chaqueta para relajar su postura corporal.
_Perdona, ¿qué has dicho?
Ibrahim sacó un folio doblado del bolsillo y se lo enseñó. Había una palabra garabateada con mala caligrafía. También una dirección.
_He ido aquí esta mañana pero me han dicho que debía estar empadronado en la ciudad para poder darme de comer.
El joven distinguió la palabra "Casacaridad". Así, escrito todo junto.
_Ese lugar es el indicado, así es. ¿Dices que no te han dado comida? Me extraña. Lleva toda la vida en Valencia atendiendo a los necesitados. A ver, espera.
El joven sacó un teléfono de última generación, tecleo con rapidez y se llevo el teléfono al oído. Pasaron los segundos.
_Mira estoy llamando a Casa Caridad para ver si eso es verdad, pero no me lo coge nadie. Qué raro.
A Ibrahim la calle le había hecho desconfiado. El joven notó en la expresión del indigente esas dudas.
_Espera, espera, que lo vuelvo a intentar.
No hubo éxito. Lo segundos pasaban y se hizo el silencio entre ambos. Esto incomodó al joven, voluntarioso pero no resolutivo.
_Bueno, si no me puede ayudar no pasa... No se preocupe... Esto del papel me lo había apuntado un señor para que fuera pero me han dicho que sin ser yo de Valencia...
El joven levantó la cabeza y miro de izquierda a derecha por los techos de la ciudad, tratando de analizar barrio a barrio algún lugar, municipal o de ONG, que pudiera ayudar al senegalés. Nada le vino a la cabeza. Y eso le preocupó pues no sabía cómo su ciudad podía ayudar a una persona sin recursos. Volvió a coger el teléfono y llamó a una amiga .
_Espera que llame a una amiga, seguro que ella sabe de la oficina adecuada....
Pero el teléfono sonó y sonó y ni la amiga ni el Ayuntamiento descolgaron el teléfono. Entonces se acordó de otra persona, la mujer de un amigo suyo, que ahora trabajaba en Casa Caridad. Llamó a su amigo y le pidió el teléfono de ella.
_Ya tengo el móvil de la mujer de un amigo que trabaja en Casa Caridad. Como mi amiga del Ayuntamiento no me coge el teléfono, insistamos con Casa Caridad a ver.
Ibrahim sonrió. No parecía teatro tanta llamada. Más aún la última en la que sí que vio cómo conversaba con aquel amigo suyo.
_¿Oye tú trabajas?_preguntó Ibrahim.
El hombre separó su mirada del móvil y sonrió.
_Ya no. Antes lo hacía, allí_señaló un enorme edificio que sobresalía al norte de la ciudad y volvió a colocarse el teléfono al oído. Conversó durante un rato con la mujer de su amigo. Luego colgó y le pidió la tarjeta de residencia a Ibrahim. Fotografió el documento por ambas caras y se las envió por
wasap a la mujer.
_Mira, esta chica ahora mismo no está en Casa Caridad pero en un rato irá allí adrede. Me ha dicho que le vaya enviando tu documentación para ver qué ha pasado y me ha insistido en que de ninguna de las maneras te pueden haber negado comida si has ido a las nueve de la mañana. Me ha dicho que vuelvas ahora mismo.
Ibrahim levantó la cabeza, miro la baranda que separa la alameda de la caída del antiguo cauce del río Túria y dudó.
_¿Seguro que si vuelvo allá me darán de comer?
_Mira Ibrahim. Ahora mismo no pierdes nada y aquí poco tienes qué hacer.
Ibrahim le explicó que la noche anterior unos rumanos le habían asaltado, golpeado y quitado casi todas sus pertenencias. Había viajado de Cataluña a Valencia con la promesa de encontrar trabajo en el campo. Pero los días pasaban y no sabía qué hacer, ni adónde ir ni cómo dar con ese trabajo del campo. Finalmente sonrió y dijo:
_Bueno, es verdad. No pierdo nada. Además, esos rumanos... como me los vuelva a cruzar se van a enterar.
Ibrahim es musulmán y hablaba un castellano casi perfecto. Había estudiado un año de Económicas en Cataluña pero el dinero ya no le había dado para seguir en la universidad y algunos amigos le sugirieron coger el autobús en noviembre para ir a trabajar la naranja a los campos valencianos.
_Toma, es todo el dinero suelto que llevo.
El hombre le extendió su mano con no más de cinco euros.
_No hace falta, de verdad. Gracias señor.
_¿Estás de broma? Claro que te va a hacer falta. Mira, yo no vivo en la ciudad ni tengo trabajo, pero es lo mínimo que puedo hacer. Ojalá hubiera podido ayudarte más.
_Que Alá le bendiga. ¿Cómo se llama?
El hombre se presentó. Nunca nadie le había deseado una bendición divina. Ya casi nadie se despedía así . Y menos aún estrechaba la mano con gratitud. Al minuto la alameda quedó vacía. Un autobús se detuvo unos metros más allá para vomitar decenas de turistas chinos con bono de fin de semana. Iban al Palau de la Música
.