Me he vuelto a colar en un despacho. En el del decano de la Facultad de Filosofía (y Ciencias de la Educación) de la Universitat de València. Bueno, no me he colado. Digamos que no tenía pensado entrar. Ni había pedido cita. En fin que pasaba por ahí, vi la puerta abierta, di los buenos días y el decano se levantó de la butaca para que tomara asiento frente a la suya.
Dejé mi bandolera y el casco de la moto en el sofá de la entrada. Avanzamos a la par, y nos sentamos.
_Pues usted dirá.
¿Diré el qué? Yo no tenía prevista charla alguna. El que suscribe había ido a recoger unas fotocopias y ya está. Ocurre que la curiosidad del periodista hace que muchas veces uno husmee por pasillos, escaleras y plantas sin rumbo alguno. El caso es que vi una puerta abierta de la primera planta. Al lado, el cartel: Decano. Ni me fijé en el nombre. De hecho, lo tuve que mirar al irme para completar este artículo. Un hombre, al fondo, centraba su atención frente al ordenador. Esquinado, junto a un enorme ventanal que da al patio de entrada de Blasco Ibáñez. Yo me atreví a atravesar el umbral del despacho y arrojé un alegre "Buenos días".
El decano se giró. Me miró. No me reconocería. Ni yo a él. No nos conocíamos. Ni sabíamos como se llamaba cada uno. Sonrío y luego vino lo que sigue.
Charlamos de educación, de filosofía, del precio de las matrículas, de la política educativa actual y de la que puede venir, de la rebeldía de los alumnos y el comportamiento de los profesores. A veces uno se reclinaba sobre la butaca. Otras, apoyaba los brazos sobre la mesa. Debíamos llevar unos buenos 45' cuando entendí que quizá estaba abusando de su hospitalidad. Me despedí muy agradecido.
Jesús Alcolea hizo lo que yo creo que deben hacer las iglesias y las bibliotecas de todo el mundo: mantener sus puertas siempre abiertas para que cualquiera pueda entrar y reflexionar.
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