martes, 25 de agosto de 2015

Cómo odiar París

Durante mi periodo estival en La Sorbona me alojé en un hotelucho regentado por tres magrebís. No era para volverse loco (lo limpiaban ellos mismos, no tenía ascensor, la moqueta ofrecía un aspecto preocupante) pero su ubicación compensaba todo lo demás. Estaba en el VI Arrondissement. París se divide así, por 'arrondissements'. Como pequeños barrios identificados por números. Los franceses son muy pitagóricos en su ordenamiento. Al este, a sólo dos calles, podía llegar caminando a cada mañana a la universidad. Y tan sólo una calle más allá de ésta, el Barrio Latino. En la parte de atrás, se desplegaba la vibrante Plaza Odeón, atravesada en dos por el concurrido Bulevar Saint Germain. Enfrente, a tres calles, el río Sena delimitaba este lado de la ciudad. Desde el balcón de mi cuarto veía lo alto de Nôtre Dame. Y a mis pies, el ir y venir de gente y grupos de músicos que a cada atardecer se instalaban en el cruce de cuatro esquinas de mi edificio. Como verán, la localización era casi inmejorable.

      Todas las noches salía al tuntún en busca de algún bareto de aspecto decente y precios asequibles. Mis cenas eran frugales y muy breves, como no puede ser de otra manera cuando uno no tiene compañía y además debe administrar bien su dinero. Luego, erraba una media hora por las calles. Esto me servía para bajar la cena e ir al encuentro de nuevos rincones. Así, cada noche cenaba en un lugar y luego paseaba en dirección opuesta a la víspera.
    De regreso al hotel una noche, atravesando la Plaza Odeón, cuando ya daba por finalizado mi reglamentario paseo de medianoche, vi a una mujer con dos niñas sentadas en la calle a las que nadie prestaba atención. La mujer pedía limosna sin demasiada insistencia. El personal cruzaba de acera o pasaba por el extremo más alejado de ellas. Yo me encontraba a una sola manzana de mi hotel. Me detuve. Quise contemplar a ciertos pasos de distancia la indiferencia de lugareños y turistas para con esta mujer y sus dos hijas abandonadas por la vida.
    Los parisinos iban y venían. Ellos, con sus gafas a la moda, sus vaqueros de marca y sus americanas de entretiempo abiertas al vuelo. Ellas, con sus pelos recogidos en un falso-improvisado recogido de pelo. Finas y elegantes como son las mujeres en París. Más grupos de amigos que parejas poblaban las terrazas en este caluroso julio de la capital francesa. Superados de largo los 20 grados, de las calles brotaban banquetas altas, taburetes, sillas y sillones donde se discutía de la educación nacional y de las crisis internacionales a golpe de copas a 15 euros. Los cigarros se encendían y apagaban. Como los móviles. Nadie se detenía algún rato en silencio a mirar. A contemplar el entorno. A reparar en esta mujer y sus dos hijas.

      Yo no sé si cuando uno marcha al extranjero se sensibiliza más con estas situaciones. No sé si en Valencia hubiera reaccionado igual. Francamente, no lo sé. Pero no entendía como nadie allí atendía a tres seres humanos en condiciones infrahumanas (*). Me aproximé. La hija mayor tenía unos cuatro años. Un poco más que mi hija. Iba de aquí para allí alrededor de su madre e hijas, sentadas en la acera. Sucia. Con harapos. Pero alegre. No consciente de la gravedad de la situación. La época más hermosa que el ser humano podemos tener. La piel se me puso de gallina. De inmediato me puse en el lugar de la madre, que estaba allí, mirándome fatigada con no más de 25 o 27 años. Y me vi a mí. La nena harapienta y despeinada era mi hija. Tenían la misma alegría. La misma ausencia de memoria forjadura de un aprendizaje superior del momento y las situaciones. La pequeña tendría unos pocos meses. Era la que peor estaba. No dejaba de toser y llorar. Su tos sonaba muy mal. Cualquier otra madre hace días la hubiera llevado de urgencias. Pero esta madre, que podría pasar perfectamente por una francesa (rubia, ojos azules, piel blanca y gestos faciales suaves, alargados y ligeramente redondeados), la sujetaba resignada en brazos, acunándola cuando el llanto se hacía demasiado agudo.
Eran del Este de Europa.

-¿No irá a pasar la noche en la calle, verdad?
_Oui
Tenía que hacer algo. Días atrás vi un Carrefour Express, de los que abre hasta las 23.30 h. Si apretaba el paso aún podría llegar.
-Espera aquí.
Marché con paso de lobo. Cuando uno es padre ya sabe en que pasillos se encuentran los productos infantiles. Tardé poco en comprar comida para ella, comida para su hija mayor, comida para la pequeña (afortunadamente ya soy padre y sé qué se come con pocos meses de vida) y productos de higiene personal. El cajero, más acostumbrado al paso por la cinta de botellas de alcohol a esas horas, levantó con fatiga la mirada y me cobró. Luego apagó la caja y dio una orden al vigilante de seguridad. Cuando salía del 'súper' las luces se apagaron tras de mí.


París, julio 2015. Foto propia


      Feliz, regresé a la Plaza Odeón. Durante la marcha, con el botín de auxilio en ambas manos me puse a pensar en los parisinos. Y les odié. Su actitud academicista incapaz de ayudar al prójimo en sus propias narices. Odié el Siglo de las Luces. La Enciclopedia. ¿De qué servía todo eso cuando luego la realidad de la calle nos les hace mover un dedo? Les maldije por consentir algo así. A punto de alcanzar de regreso la Plaza Odeón se me ocurrió a la mujer ofrecerle mi cama. ¿Cómo permitir que una mujer y sus dos hijas duerman a ras teniendo yo un techo? Pero al instante sucedió lo peor; temí que pudiera pensar otra cosa de mi ofrecimiento. Entonces pensé: yo, un hombre solitario, invitándola a subir a mi habitación. Dudé. Luego también pensé en mi mujer cuando le contara esta historia. Supongo que ella lo hubiera entendido. Supongo, claro. Y de pronto vi cómo el velero humanitario era torpedeado una y otra vez, desde distintos ángulos, por la moralidad, por los miedos, por la desconfianza, por los prejuicios. Por tantas y tantas cosas. Los torpedos escupían fuego sin parar hacia mi velero. Lo hicieron añicos. En unos segundos no quedaba ya nada de él.

      Cuando llegué a ella no abrí la boca. Estiré las manos y le dejé las bolsas a su lado. Le sonreí y ella me devolvió la sonrisa.
-Merci.

De vuelta al hotel y toda esa noche dejé de odiar a los franceses para odiarme también a mí mismo.



(*) días después descubriría que en bajo los puentes del Sena, a la altura de la Biblioteca Nacional, existe una auténtico poblado de indigente acampados. Algo extraordinario. Allí acuden profesores solidarios con pizarras de mano para enseñar inglés a estos inmigrantes, en su mayoría, africanos. Lo que más me sorprendió es que justos dos semanas después terminé de leer 'Sin blanca en París y Londres', donde Orwell ya hace mención a este mismo improvisado poblado bajo el Sena. Concluyo que ciudadanos y Ayuntamiento dan por aceptado, asumido y no-querido-resolver en décadas esta situación.