Salía yo de entre los bosques como sólo lo hace quien se ha
criado con ellos. Pletórico de naturaleza. Mi modo, de vida. Alegre, despierto
y atento al mundo.
Unas casuchas, primer rastro de civilización. Y sobre una
fina lengua de asfalto paseaba un gatito. De lejos parecía asustadizo. Era uno de
esos mininos ‘bien’, cubierto por un pelaje gris en distintas capas. Tenía
ojillos azul tenue y, por su tamaño, apenas llevaría unos meses en el mundo.
Era un mediodía de diciembre valenciano. Soleado. Fresco
pero alejado del frío. Esa luz de mi tierra que cae de un cielo elevado como la
techumbre de los pisos antiguos. Una distancia tal que arroja las lanzas
solares a velocidades que perforan formas y colores de la Tierra. Y el
silencio. Nada se oía que no fueran mis pisadas y, en corto, mi aliento. El
gatito ladeó su cabeza de nuevo. Ahora sí le vi la expresión. A ese gato le
pasaba algo.
No voy a venir con el rollo de que el animal tenía la mirada
apagada, que la luz se le escapaba y todo eso. Qué va. Su brillo de ojos era
nítido. Tenía la mirada hermosa. Pero caminaba torpemente. Diríase borracho.
Trataba sin éxito de encadenar una pata tras otra en elegante marcha. Pero se
le abrían al unísono como una palmera adulta y luego caía de bruces. Esto le
extrañaba. No comprendía a qué se debía tanto desplome. Así que volvía a
levantarse con dificultad, una vez tras otra, sin que sus patas se coordinaran
entre sí.
Sentí mucha lástima porque ese animal no alcanzaría el alba.
Pero… ¿y él? ¿cuál era el dolor del gato? El animal no experimentaba la muerte
en su amplitud más dolorosa. El animal no sufría la congoja existencial de
quien sabe va a abandonar el mundo. Ese poder que la Naturaleza tiene sobre el
Ser Humano sin saberlo, como decía Pascal. No era sino yo quien volcaba dolor metafísico
en él. El gato simplemente experimentaba desorientación. Sus funciones
biológicas no respondían adecuadamente y él solo trataba de andar en línea recta.
Ahí terminaban sus problemas.
Y yo me pregunto, ¿cómo es capaz de identificarse el hombre
con una angustia vital que jamás ha existido?
Pues creándola y depositándola en la Naturaleza. El hombre es capaz de construir
un dolor metafísico en un organismo incapaz de generar semejantes reflexiones. Y
creérselo. Y pensar que un campo yermo puede germinar esa simiente. Más aún. Esa
angustia vital irreal persiste incluso habiéndoselo auto-demostrado
filosóficamente. Tan grande es su dolor.
El humano se distingue del resto de la Naturaleza por
cosas como ésta. Y esto me lleva a pensar que al ser humano no le basta con
hacer metafísica en el ámbito de su especie, coto exclusivo de la misma, por
otra parte. El dolor resulta demasiado pesado para su sola especie. Y este
horror al desamparo provoca que se invente un viento de abril que polinice de
metafísica a todo ser vivo que le rodea.