jueves, 6 de junio de 2013

Fluorizados, aletargados

Este texto surge del contacto entre las personas. Del querer relacionarse con otros. Cuando las cosas marchan mal somos las personas las que no podremos salvar a nosotros mismos. No nos aislemos.

Me aproximo a pagar el repostaje de la gasolinera. Como quiera que aún no ha terminado de vomitar el surtidor, inicio una conversación con el empleado de caja. Entretanto yo venía de coger un botellín de agua. Desenrosco, trago y sonrío amablemente. “Esto cárgamelo también cuando acabe el surtidor… Sabes, mi ex decía que el agua debía ser gratis ya que es un bien de primera necesidad, como el aire”.
Creo que el botellín costaba 0.80 céntimos de euros.

El empleado alimenta la charla. “Pues tu ex tenía razón”.
Prosigo: “Yo, antes compraba agua embotellada, pero desde que vi un documental en La 2 de madrugada sobre el negocio que hacen las grandes empresas con los manantiales en EEUU, dejé de hacerlo”.
Me apresuro a levantar el botellín para aclarar mi (posible) contradicción. “Esto lo he comprado porque vengo de hacer deporte y aquí no tengo donde beber... pero al día siguiente de aquel documental ya no compré más agua embotellada. Me dio asco enterarme de todo eso. No nos enteramos de nada de lo que pasa”.

Alguien detrás de mí rompe el silencio. “Lo que pagas es el envase”. Me giro. Un tipo fibroso había entrado en el lugar sin darme cuenta. “Obviamente”, le aclaro. “Por no hablar de lo del flúor”, añade.
Y ahí empieza todo.

¿El fluor? A mí y supongo que a muchos (he ahí el porqué de querer compartir este texto) eso sólo me sonaba de los spots de dentífricos y colutorios.
“Claro, mira…”. El dependiente abandona la caja registradora y avanza hasta alcanzar uno de los botellines del estante. Tras examinarlo apunta: “Este no lo indica, pero es que muchos no lo indican”.
“Casi todas las aguas embotelladas llevan flúor”, retoma el recién llegado.
En ese momento mi cara tradujo unas palabras que nunca pronuncié pero que hubieran sonado así: “Vale. ¿Y qué pasa si el agua lleva flúor? Coño los dentífricos lo llevan y de hecho se presume de ello como argumento medicinal. Vaya paranoia traéis, ¿no?”.
Entonces el tipo fibroso comenzó a destripar el truco: “El flúor aletarga. La pasta de dientes no la ingieres, pero el agua sí. El agua embotellada nos vuelve tontos, dóciles y fáciles de controlar”.
Toma castaña.
Me giro hacia el dependiente  buscando una segunda opinión. Necesito creer que el tipo exagera las cosas y que dicha concentración de flúor ha de ser muy alta para que algo semejante suceda. Entonces el empleado se me queda mirando fijamente y asiente.

Al día siguiente me pongo a investigar y descubro que Hitler controló el agua (con flúor) en los territorios ocupados por los nazis. Me entero también que semejante práctica se utilizó en China para controlar la elevada tasa de natalidad. Que el archiconocido ‘prozac’, ese depresivo tan a la moda que sale hasta en las series ‘must’de TV, tiene como principal agente activo el fluoruro. Y lo más llamativo: el Flúor está registrado en la EPA (Agencia de Protección del Medioambiente) como veneno para ratas.

¿Se está volviendo la sociedad más dócil y carente de la capacidad crítica por el Flúor? ¿Por la TV?  ¿Por la eliminación del peso específico de la Filosofía en los planes de estudio?

También he visto que este presencia de flúor se produce de manera preocupante en América del Norte y Europa Oriental. Vamos, no por aquí. En cualquier caso, adjunto algunos enlaces sobre el flúor y que cada cual extraiga sus propias conclusiones:



Quien a estas alturas haya pensado en cómo descartar el flúor del agua que bebe, decir que los filtros de carbón activo no lo eliminan. Sólo lo hacen los filtros de osmosis inversa.

Aquí incorporo también el documental que una madrugada La 2 de TVE emitió y que me hizo dejar de comprar agua embotellada:
http://www.youtube.com/watch?v=RwZF6aG02J8


Por último y para quien quiera saber cómo va el tema en nuestras aguas embotelladas, ahí os paso una tabla.

Concentración de flúor (mg/l) en algunas de las principales marcas de agua 
embotellada en España, de mayor a menor:
§  Imperial 7´8 mg/l
§  Caldas de Malavella 7´7 mg/l
§  San Narciso 7´7 mg/l
§  Vichy Catalán 7´3 mg/l
§  Agua de San Roque 4´3 mg/l
§  Villajuiga 2´5 mg/l
§  El Pinalito 2´1 mg/l
§  Caldes de Bohi 1´6 mg/l
§  Alhama 1´5 mg/l
§  FontAgudes 1´3 mg/l
§  Fontecelta 1´0 mg/l
§  Cortes <1´0 mg/l
§  Font del Pi 0´9 mg/l
§  Fontecelta gaseada 0´9 mg/l
§  Sousas 0´6 mg/l
§  Cabreiroá 0´5 mg/l
§  Viladrau 0´5 mg/l
§  Mondariz 0´4 mg/l
§  Solán de Cabras 0´4 mg/l
§  Lanjarón Fontefor 0´3 mg/l
§  Fonsana 0´2 mg/l
§  Font Vella 0´2 mg/l
§  Fournier 0´2 mg/l
§  Lanjarón Salud 0´2 mg/l
§  Aguasana <0´2 mg/l
§  Fonxesta 0´1 mg/l
§  Fuente Liviana 0´1 mg/l
§  Fuente Primavera 0´1 mg/l
§  Nafree <0´1 mg/l
§  Bezoya 0 mg/l
§  Evián 0 mg/l
§  Fontoira 0 mg/l
§  Fuensanta 0 mg/l
§  Sierra Cazorla 0 mg/l
§   
Marcas de agua cuyo contenido en flúor es cero mg/l:
Bezoya, Evián, Fontoira, Fuensanta y Sierra Cazorla

martes, 7 de mayo de 2013

Metafísica gatuna


Salía yo de entre los bosques como sólo lo hace quien se ha criado con ellos. Pletórico de naturaleza. Mi modo, de vida. Alegre, despierto y atento al mundo.
Unas casuchas, primer rastro de civilización. Y sobre una fina lengua de asfalto paseaba un gatito. De lejos parecía asustadizo. Era uno de esos mininos ‘bien’, cubierto por un pelaje gris en distintas capas. Tenía ojillos azul tenue y, por su tamaño, apenas llevaría unos meses en el mundo.
Era un mediodía de diciembre valenciano. Soleado. Fresco pero alejado del frío. Esa luz de mi tierra que cae de un cielo elevado como la techumbre de los pisos antiguos. Una distancia tal que arroja las lanzas solares a velocidades que perforan formas y colores de la Tierra. Y el silencio. Nada se oía que no fueran mis pisadas y, en corto, mi aliento. El gatito ladeó su cabeza de nuevo. Ahora sí le vi la expresión. A ese gato le pasaba algo.


No voy a venir con el rollo de que el animal tenía la mirada apagada, que la luz se le escapaba y todo eso. Qué va. Su brillo de ojos era nítido. Tenía la mirada hermosa. Pero caminaba torpemente. Diríase borracho. Trataba sin éxito de encadenar una pata tras otra en elegante marcha. Pero se le abrían al unísono como una palmera adulta y luego caía de bruces. Esto le extrañaba. No comprendía a qué se debía tanto desplome. Así que volvía a levantarse con dificultad, una vez tras otra, sin que sus patas se coordinaran entre sí.
Sentí mucha lástima porque ese animal no alcanzaría el alba. Pero… ¿y él? ¿cuál era el dolor del gato? El animal no experimentaba la muerte en su amplitud más dolorosa. El animal no sufría la congoja existencial de quien sabe va a abandonar el mundo. Ese poder que la Naturaleza tiene sobre el Ser Humano sin saberlo, como decía Pascal. No era sino yo quien volcaba dolor metafísico en él. El gato simplemente experimentaba desorientación. Sus funciones biológicas no respondían adecuadamente y él solo trataba de andar en línea recta. Ahí terminaban sus problemas.
Y yo me pregunto, ¿cómo es capaz de identificarse el hombre con una angustia vital que jamás ha existido?  Pues creándola y depositándola en la Naturaleza. El hombre es capaz de construir un dolor metafísico en un organismo incapaz de generar semejantes reflexiones. Y creérselo. Y pensar que un campo yermo puede germinar esa simiente. Más aún. Esa angustia vital irreal persiste incluso habiéndoselo auto-demostrado filosóficamente. Tan grande es su dolor.
El humano se distingue del resto de la Naturaleza por cosas como ésta. Y esto me lleva a pensar que al ser humano no le basta con hacer metafísica en el ámbito de su especie, coto exclusivo de la misma, por otra parte. El dolor resulta demasiado pesado para su sola especie. Y este horror al desamparo provoca que se invente un viento de abril que polinice de metafísica a todo ser vivo que le rodea.  

viernes, 22 de febrero de 2013

Ciudad Idea


Venía yo caminando por el Puente de las Flores. Como una pequeña onda expansiva que se aleja perezosamente del centro de la ciudad. El poniente aupaba los 21º reales de otro irreal mes de diciembre en Valencia. Cruzar un puente a pie resulta pesado pese a que al principio se aborda con entusiasmo. Para matar el tedio de los pasos no te queda otra que perder  la mirada por doquier. El criarme en el campo hace que aún mantenga el gesto natural de mirar hacia las alturas. En la ciudad la gente focaliza en línea recta. En crisis, hacia abajo. En el sentido de mi caminata lo más alto que percibí fue la torre del Palacio de la Exposición, una edificación preciosa. Gótico florido. Elegante huésped de la Exposición Universal de 1919. Regia torre con chorreras color pastel. Un bellezón.

En el cénit de este éxtasis arquitectónico se me despertó esta refrescante idea: derribar todos los edificios antiguos de la ciudad. Y cuanto más antiguos, mejor. Todos. Aunque bien pensado, los seminuevos, también. Qué diablos, arrasaría con toda una ciudad para levantarla de nuevo de mano de jóvenes arquitectos que no tuvieran en su CV más que aquello proyectado en su imaginación. Qué audaces. Su sola directriz sería: “respetar el futuro”. Para evitar que estos arquitectos cayeran en la tentación de alimentar su ego, jamás sabrían que sus ciudades serían plasmadas en la realidad. Como en 'El juego de Ender', se les encargaría un proyecto al modo final de carrera. Ellos, pensando que no trascenderían el ámbito académico, que no traspasaría la teoría del aula, liberarían todo su potencial creativo sin ataduras, sin mermas ni desviaciones psicológicas. Y a esa ciudad la llamaría Ciudad Idea.

En ella los políticos no habrían ejercido antes. Y, como en la República de Platón, ni tocarían ni tendrían contacto con el dinero. Además, la amalgama de proyectos que hoy en día se confinan 'laboratorios' de carácter efímero y lugares abandonados de la urbe, adquirirían en Ciudad Idea carácter de arquitectura permanente. Y cuando abuelos, hijos y nietos hubieran crecido al amparo de ella… La volveríamos a derribar toda para que las nuevas ideas, para que la nueva Ciudad Idea se expresara en la realidad.

Como en Fallas